Liam.
La cacería de anoche no me había purgado. Al contrario. La había terminado con una energía contenida que me hervía en la sangre, con una irritación que no lograba disipar. Todo por esa omega. Por Sophia.
Mi lobo, normalmente tan seguro de su dominio, había retrocedido un paso dentro de mí, confundido. No era el gesto de desafío de su loba lo que me perturbaba; los omegas a veces tenían arranques de desesperación. No, era lo que vino después. Ese instante, ese parpadeo en el lazo. Por una fracción de segundo, cuando mis ojos se encontraron con los suyos en el pasillo de la escuela, no sentí la sumisa resistencia de una omega. Sentí... algo más. Algo antiguo y frío, como la luz de una luna muerta. Un poder que no encajaba. Que no debería existir en alguien como ella.
Esa "inconsistencia", como le había dicho a Ethan con desdén, se había convertido en una espina clavada en mi mente. La sentía en el lazo, una nota discordante en la sinfonía ordenada de mi manada. Y yo, como Alfa, no podía tolerar anomalías. O se corregían, o se eliminaban.
La observé todo el día. Moviéndose como una sombra por los pasillos, con la cabeza gacha pero la espalda inusualmente recta. Sophia Wilson siempre había sido insignificante, parte del paisaje predecible de los omegas. Ahora, cada vez que pasaba, era como si una corriente de aire helado cortara el calor de mi territorio. Mi lobo levantaba la cabeza, olfateando el aire con desconfianza, preguntándome qué era esa presencia que se negaba a ser categorizada.
Cuando me acerqué a ella en la salida, fue un acto de pura frustración. Necesitaba verla de cerca, necesitaba que mi proximidad de Alfa forzara una reacción, que la hiciera encogerse como era debido y confirmara que lo que había sentido era un error, un producto del calor de la cacería.
Pero no se encogió. Me miró. Y al pronunciar mi advertencia, esa grieta se abrió de nuevo. No en ella, sino en mí. El lazo, ese hilo maldito que me ataba a mi némesis, vibró con una intensidad que casi me hizo retroceder. No era la cálida sumisión de un omega hacia su Alfa. Era... un reconocimiento de igual a igual. Peor aún, fue como si algo en lo más profundo de su ser me evaluara a mí. Y por un instante, una fracción de segundo que se sintió como una eternidad, sentí el impulso primitivo, no de dominar, sino de proteger.
El pensamiento me sacudió con la fuerza de un rayo. ¿Proteger a la omega que había rechazado? ¿A la que representaba todo lo que despreciaba de la debilidad? Era una aberración. Una enfermedad en mi propio instinto.
Me alejé de ella con una furia helada dirigida hacia mí mismo. ¿Estaba dejando que este vínculo ridículo nuble mi juicio? ¿Estaba tan obsesionado con la ruptura del mismo que ahora le atribuía poderes imaginarios a una chica débil?
Fui directamente al gimnasio de la escuela, al salón de pesas reservado para los alfas. Necesitaba golpear algo, necesitaba sudar esta confusión. Cada levantamiento de pesas, cada golpe al saco de boxeo, era un intento de reafirmar mi fuerza, de recordarme quién era. Liam Blake. Alfa de la Manada de la Luna de Plata. El más fuerte.
Pero entre jadeo y jadeo, la imagen de sus ojos, no llenos de miedo, sino de una determinación serena, se interponía. Esa maldita grieta en mi certeza.
Ethan me encontró allí, sudado y con el ceño fruncido.
—Liam. — dijo, con la cautela habitual de un beta que siente la tormenta alrededor de su Alfa. —La patrulla de la frontera está lista. No había más rastros de los cazadores.
Asentí, secándome la cara con una toalla.
—Bien. Que dupliquen la vigilancia esta semana.
Ethan dudó.
—¿Es por los intrusos? ¿O por algo más?
Lo miré fijamente. Él no se atrevió a sostener la mirada por mucho tiempo, pero la pregunta flotaba en el aire. Ethan lo había visto. Había notado mi fascinación con la omega.
—No hay nada más. — gruñí, descartando la pregunta. —Solo asegurándonos de que nuestro territorio esté seguro. De que todo esté en orden.
La palabra "orden" sonó falsa en mis oídos. Porque algo en mi manada, algo en mi, estaba fuera de orden. Y tenía el rostro de Sophia Wilson.
—Ella no es una amenaza, Liam. —murmuró Ethan, casi como si leyera mis pensamientos. Era el único que se habría atrevido a decir algo así.
—Cualquier cosa que no entiendo es una amenaza potencial. — espeté, y mi voz sonó como un rugido sordo. —Y yo entiendo a esta manada. A todos y cada uno de ellos. A ella no. Eso la convierte en mi problema.
Ethan no dijo nada más. Sabía que era inútil. Yo tenía que resolver este enigma. Tenía que demostrarme a mí mismo que esa grieta en mi instinto era solo una ilusión, un efecto secundario del rechazo.
El silencio de Ethan era más elocuente que cualquier réplica. Se quedó un momento más, su presencia tranquila un contrapunto a la tempestad que rugía dentro de mí. Finalmente, asintió una vez, un gesto de aceptación, no de acuerdo.
—Haré que refuercen los turnos .— dijo, su voz un muro neutral que delimitaba el fin de la discusión.
Pero justo cuando su mano tocó el pomo de la puerta, se detuvo. No se volvió, pero sus palabras flotaron en el aire cargado del sudor y la frustración.
—A veces. — murmuró, tan bajo que casi era un pensamiento compartido. —Lo que no entendemos no es una amenaza. Es solo diferente.
Un gruñido escapó de mi pecho antes de que pudiera contenerlo. ¿Diferente? ¿Era eso lo que llamaba a ese vacío helado que sentía en el lazo? ¿A esa sensación de ser evaluado, medido y encontrado falto por alguien que debería inclinar la cabeza?
—"Diferente" es un lujo que los Alfas no nos podemos permitir, Ethan. — espeté, clavando los nudillos en el banco de pesas. El metal frío era un aliviente contra mi piel ardiente. —El orden se mantiene con reglas claras, con roles definidos. Ella... — la imagen de su espalda recta se interpuso en mi mente. —Ella no encaja.