El algoritmo del amor

Capítulo 8 – Respuestas improvisadas y apuestas imposibles

—¿Y qué le vas a contestar? —Laura me miraba como si el destino del universo dependiera de mis pulgares.

—Pues… no sé —respondí, apretando el celular contra mi pecho.

—¡No sé, no sé! —repitió Clara, que seguía en altavoz—. Ana, ¡tienes que contestar algo ya! ¿No ves que si te demoras parece que no te importa?

—¡Pero si contesto rápido voy a parecer desesperada! —repliqué.

Laura rodó los ojos.

—Mira, amiga, desesperada ya pareces con esa camisa manchada que no quisiste botar.

Me miré el desastre rojo en mi ropa y fruncí el ceño.

—Es simbólica… sobrevivió conmigo, ¿ok?

Clara soltó una carcajada.

—Ok, ok, dejen el drama. Hagamos algo más divertido: una apuesta.

—¿Una apuesta? —preguntamos Laura y yo al mismo tiempo.

—Sí. Tú escribes la primera idea que se te ocurra, sin pensar. Si el chico responde bien, yo pago la pizza de la próxima pijamada. Si responde mal… Laura la paga.

—¿¡Yo por qué!? —protestó Laura.

—Porque trajiste pan, así que ya estás en deuda con la humanidad —sentenció Clara.

Yo me quedé mirando la pantalla del celular. El mensaje seguía ahí, como un reto. Respiré hondo y, antes de poder pensarlo demasiado, escribí:

"Jaja, desastre fue poco. Pero creo que lo tuyo compitió con lo mío. ¿Café esta vez en lugar de jugo de frutos rojos?"

Laura me quitó el celular de las manos antes de que pudiera arrepentirme.

—¡Enviar! —gritó, dándole al botón con una sonrisa diabólica.

—¡Nooo! —intenté arrebatarle el teléfono, pero ya era tarde.

—Relájate —me dijo—. Eso fue auténtico, gracioso y cero forzado.

Nos quedamos en silencio, expectantes. El celular vibró segundos después.

"Hecho. Pero prometo mirar menos el celular… y más a ti."

Mi corazón se aceleró como si me hubieran puesto un motor en el pecho.

—¡Ay no, no puede ser tan cursi! —dijo Clara, pero estaba riéndose.

—¡Ese comentario tiene puntos! —Laura aplaudió.

—¿Y ahora qué hago? —pregunté, aún procesando.

—Pues aceptas, Ana. —Laura sonrió—. Y esta vez te pones una camisa negra.

Reímos las tres. El miedo se volvió expectativa, y por primera vez desde aquella cita fallida, sentí que algo podía salir bien.

Claro, conociéndome, seguramente iba a salir todo… imperfectamente bien.




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