El algoritmo del amor

Capítulo 14 – Entre líneas y silencios

Habían pasado tres semanas desde “la cita sin presión”.
Tres semanas de mensajes casi diarios, llamadas que se alargaban más de lo que ambos admitirían, y ese juego peligroso de confianza que se construye cuando dos personas fingen que “solo están hablando”.

Ana y Christofer habían encontrado su ritmo.
Por las mañanas, él le mandaba un mensaje que decía “¿Ya tomaste café?”, y ella respondía con una foto de su taza, casi siempre acompañada de una frase irónica:
“Sobreviviendo, ¿y tú?”
Era su forma de decirse “me importas” sin decirlo.

A veces, hablaban de todo: trabajo, series, tonterías del día.
Otras, el silencio se volvía tan cómodo que ninguno lo rompía.
Había algo bonito en eso… pero también peligroso.

Una tarde de viernes, Ana estaba en la oficina terminando un informe cuando sonó el teléfono. Era él.

—¿Tienes planes esta noche? —preguntó Christofer, con esa voz entre nerviosa y segura que solo usaba con ella.
—No muchos. Tal vez llorar viendo películas tristes y comer algo con carbohidratos. ¿Por qué?
—Porque pensé en invitarte a algo distinto.
—¿Distinto tipo “comer algo” o distinto tipo “aventura potencialmente desastrosa”?
—Mitad y mitad —respondió él, riendo—. Ven, confía en mí esta vez.

Ana dudó unos segundos. Su parte racional gritaba “no lo hagas”, pero la otra —esa que se alimentaba de curiosidad— dijo “¿por qué no?”.
—Está bien. Pero si termina mal, te culpo por los próximos tres años.
—Acepto el riesgo —dijo él.

El “plan distinto” resultó ser una pequeña feria nocturna al borde del río, con luces colgantes y música en vivo.
El aire olía a algodón de azúcar y mazorca asada.
Nada de restaurantes elegantes, nada de conversaciones forzadas. Solo el ruido de la gente y ellos dos caminando sin rumbo.

—¿Esto era la gran sorpresa? —preguntó Ana, entre divertida y curiosa.
—Sí. Me pareció más real que cualquier restaurante con manteles blancos.
—Eso no lo discuto —admitió, mordiéndose el labio mientras observaba las luces reflejadas en el agua.

Caminaron un rato sin hablar. A veces el silencio pesa, pero esta vez se sentía ligero.
Hasta que él rompió la calma.
—¿Sabes? A veces pienso que lo nuestro fue un error… pero uno bonito.
Ana se detuvo.
—¿Un error?
—Sí, porque duele. Pero también porque me hizo aprender un montón.
—No sé si tomar eso como halago o como advertencia —respondió ella, cruzándose de brazos.
—Como las dos cosas —dijo él, sonriendo.

Ella quiso reír, pero algo se le atoró en la garganta.
Esa mezcla entre ternura y miedo que solo aparece cuando el pasado aún respira dentro del presente.

Más tarde, se sentaron en un banco de madera, con una bolsa de crispetas entre los dos.
Las luces de la feria titilaban, y por un momento, todo se sintió fácil otra vez.
Ana apoyó la cabeza en su hombro sin pensarlo demasiado.
Christofer no se movió. Solo respiró más lento.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo ella de pronto.
—¿Qué?
—Que parte de mí quiere confiar otra vez. Y la otra parte está lista para correr.
Él la miró en silencio, como si buscara la respuesta correcta en su rostro.
—Entonces quédate quieta —susurró—. No corras todavía.

Ana lo miró. No hubo beso, ni grandes gestos. Solo esa frase, tan simple como peligrosa.
Porque a veces, quedarse quieto también es una forma de caer.

Esa noche, al llegar a casa, ella abrió el celular y vio su último mensaje:
“Gracias por venir. Fue raro, pero bonito.”
Y sin pensarlo, respondió:
“Sí. Bonito. Y raro. Como nosotros.”

La pantalla se apagó, pero la sonrisa no.
Y mientras ambos se preparaban para dormir, sin saberlo, volvían a entrar en ese círculo dulce e inevitable que solo los necios repiten cuando el corazón insiste.




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