Los días siguientes a la feria fueron una calma extraña.
Ana y Christofer hablaban casi todos los días, pero ya no con la misma soltura. Algo había cambiado, algo invisible, pero presente.
Esa especie de silencio que no pesa… hasta que empieza a hacerlo.
Una noche cualquiera, mientras Ana cenaba frente al televisor, el celular vibró.
Era él.
Christofer: “¿Estás ocupada?”
Ana: “Más o menos, ¿por?”
Christofer: “Nada. Solo quería hablar, pero si no puedes, tranqui.”
Ana: “No, dime. ¿Todo bien?”
Christofer: “Sí, solo… me encontré con alguien del trabajo. Me preguntó por ti.”
Ana: “¿Ah, sí? ¿Y qué dijiste?”
Christofer: “Que estábamos bien. Que somos amigos.”
Ana leyó el mensaje dos veces.
“Amigos.”
La palabra se le quedó pegada al pecho, como una astilla.
Tardó unos segundos antes de responder:
Ana: “Perfecto. Eso somos, ¿no?”
El “¿no?” no era una pregunta. Era un golpe suave, disfrazado de sonrisa.
Christofer tardó en contestar.
Christofer: “No quise sonar mal, Ana. Es solo que no sabía cómo explicarlo sin que pareciera algo más.”
Ana: “Claro. No te preocupes. Mejor que no parezca nada.”
Dejó el celular a un lado.
Y aunque la conversación terminó ahí, el silencio que siguió dijo más de lo que cualquiera se atrevió a escribir.
El fin de semana llegó, y con él, la rutina.
Ana salió con sus amigas al centro comercial. Entre risas y café, intentó distraerse.
Pero cada vez que el teléfono vibraba, su corazón hacía un salto pequeño.
Y cada vez que no lo hacía, se sentía un poco peor.
—¿Vas a seguir revisando el celular cada cinco minutos? —preguntó Sofi, alzando una ceja.
—No lo hago cada cinco minutos.
—Cada tres, entonces.
—Exageras.
—Ana, solo… no vuelvas a quedarte esperando. Ya pasaste por eso.
Ana no respondió. En el fondo sabía que su amiga tenía razón.
Pero también sabía que el amor, o lo que quedaba de él, era una costumbre difícil de romper.
Esa noche, Christofer escribió de nuevo.
Christofer: “Oye, lo de ayer estuvo raro. No quiero que pienses que no me importas.”
Ana: “No pienso eso.”
Christofer: “¿Entonces?”
Ana: “Solo… no quiero que volvamos a enredarnos en lo mismo. Ni quiero ser algo que no tiene nombre.”
Christofer: “Tienes razón.”
Ana: “Ya lo sé.”
Hubo tres puntos suspensivos después.
El tipo de silencio digital que pesa más que mil palabras.
Después de eso, ninguno volvió a escribir esa noche.
Los días pasaron lentos.
Y aunque ambos fingían normalidad, algo se había roto un poco.
No del todo, pero lo suficiente para que doliera.
Un martes por la tarde, mientras Ana caminaba rumbo a casa, una notificación saltó en su pantalla.
Era una historia de Christofer.
Una foto en un café.
Frente a él, una taza… y una mano femenina sosteniendo otra.
Ana no quiso mirar dos veces.
Pero lo hizo igual.
Sintió ese vacío estúpido, ese que llega sin permiso.
No eran nada, se repetía.
Pero a veces, lo que no es nada duele más que lo que fue todo.
Esa noche, Ana escribió un mensaje que no envió:
“Solo quería saber si estabas bien. Pero supongo que ya lo estás.”
Lo borró antes de enviarlo.
Y en su lugar, apagó el celular y se quedó mirando el techo, en silencio.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Christofer también miraba la pantalla, viendo su propio mensaje sin respuesta.
Se dijo que era mejor así. Que a veces, no insistir también era una forma de cuidar.
Pero ambos sabían que, detrás de todo, el eco del error seguía ahí, respirando entre los dos.
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Editado: 13.10.2025