El algoritmo del amor

Capítulo 14 – Cosas que no se dicen

Ana llegó al trabajo con la misma rutina de siempre: café, correo, respiración profunda, intentar parecer funcional.
Era martes, pero se sentía como jueves de cansancio.
Llevaba días sin hablar con Christofer, y aunque no lo decía, el silencio empezaba a dolerle más que las peleas.

Laura la notó apenas entró.
—Tienes cara de querer matar a alguien o de que te rompieron el corazón.
—Depende del día. Hoy diría que las dos cosas.
—¿Otra vez Christofer?
—No “otra vez”. Solo… nada. Se acabó la conversación.

Laura suspiró, la conocía demasiado.
—Amiga, a veces el silencio también es respuesta.
—Sí, pero ¿por qué siempre duele tanto?

Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y entró un chico nuevo.
Alto, cabello oscuro, sonrisa fácil.
—Buenos días —saludó, sosteniendo una caja de cartón—. ¿Aquí es donde se dejan los informes? Soy Mateo, el nuevo del área de logística.
Ana levantó la mirada y, por un instante, olvidó su mal humor.
—Sí, aquí —dijo, intentando sonar amable—. Si quieres te muestro dónde va todo.

El chico sonrió con gratitud.
—Gracias, eres la primera persona amable que encuentro hoy.
—Eso es porque todavía no me conoces bien —bromeó ella.

Rieron los dos, y Laura los miró con una sonrisa pícara.
—Ana, ya te vi —susurró por lo bajo, apenas el chico se alejó—. Nuevo en la oficina, guapo y simpático… universo, te escuchamos.
—Cállate, no empieces —respondió Ana entre risas, aunque en el fondo, la idea no le parecía tan mala.

Esa semana, las conversaciones con Christofer fueron mínimas.
Mensajes cortos, respuestas frías.
Un simple “¿cómo estás?” que llegaba tarde y se respondía con monosílabos.
Mientras tanto, Mateo empezaba a colarse sin querer en su rutina.

La acompañaba al almuerzo, le contaba chistes malos y tenía esa forma de hablar que hacía que los lunes parecieran menos crueles.
No coqueteaba, solo… estaba.
Y a veces, eso bastaba.

Una tarde, mientras salían juntos de la oficina, él dijo:
—No sé si te pasa, pero hay días en los que uno necesita reírse aunque no tenga ganas.
—Sí —respondió Ana, mirando el suelo—. Últimamente tengo varios de esos.
—Entonces prometo hacerte reír hasta que se te olvide lo que sea que te tiene así.

Ella lo miró, sorprendida por la sencillez de la frase.
No era promesa de amor, ni declaración. Era una mano tendida, y eso era más de lo que había tenido en semanas.

Esa misma noche, Christofer vio una historia de Ana.
Estaba sonriendo en una cafetería, con un hombre frente a ella —Mateo—, aunque no se veía su cara.
Solo el reflejo de dos tazas y una risa genuina.

Sintió una punzada en el pecho.
No sabía si era celos o arrepentimiento, pero dolía igual.

Le escribió:
Christofer: “¿Te ves feliz últimamente.”
Ella leyó el mensaje, lo dejó en visto y respiró hondo antes de responder:
Ana: “Estoy intentando estarlo.”
Tres palabras, y un abismo entre ellas.

Los días siguientes fueron un torbellino emocional.
Ana salía más, reía más, pero también pensaba más.
Mateo era todo lo que Christofer no: presente, constante, claro.
Y sin embargo, cada vez que sonaba el celular, ella seguía esperando que fuera él.
Ese “él” que nunca terminaba de irse del todo.

Laura lo notó una tarde y le dijo:
—Ana, puedes conocer a alguien nuevo sin sentir culpa. No estás traicionando a nadie.
—Lo sé… pero hay algo raro. Es como si una parte de mí siguiera esperando algo que ya no va a pasar.
—Tal vez esa parte necesita entender que no todo lo que duele tiene que quedarse.

Mientras tanto, Christofer evitaba abrir su chat con ella.
Cada vez que lo hacía, veía la última conversación, la última palabra fría, el último intento fallido.
Y sin embargo, no podía borrarlo.
No todavía.

—Bro, ¿vas a quedarte mirando el celular toda la noche? —preguntó Julián, su amigo.
—No sé, creo que la perdí.
—¿La perdiste o la dejaste ir?
Christofer no respondió.
Porque en el fondo, sabía la respuesta.

Ana se quedó despierta esa noche, mirando la ciudad desde su ventana.
Pensó en las veces que intentó arreglar lo roto, en los silencios que gritaban, en las risas nuevas que le hacían bien.
Y entendió algo que no había querido aceptar:
a veces, el amor no se acaba… solo cambia de forma.

No era que ya no quisiera a Christofer.
Era que empezaba a quererse más a sí misma.




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