El primer café juntos no fue una cita.
Solo coincidieron en la misma mesa de siempre, aquella junto a la ventana donde el sol de la mañana se filtraba con suavidad. Ana pidió su habitual cappuccino con canela; Christofer, un americano sin azúcar. No necesitaron decir mucho, bastó con el silencio cómodo que habían aprendido a reconocer.
—¿Aún le pones dos sobres de azúcar? —preguntó él, levantando una ceja.
—Tres, si el día viene difícil —respondió ella, sonriendo.
Rieron. Era una risa sencilla, sin la tensión de antes.
Desde ese día, el universo pareció ponerse de acuerdo para cruzarlos más seguido: en la universidad, en la calle, en la librería. Hasta que un viernes, sin pensarlo demasiado, terminaron caminando juntos hacia casa.
—Te acompaño, —dijo él.
—Como quieras, —respondió ella, aunque la sonrisa la delataba.
Caminaron entre charlas dispersas y pausas largas, hablando de películas, del clima y de lo que estaban leyendo. Christofer la escuchaba con una atención nueva; Ana lo miraba como quien descubre que algo familiar puede seguir sorprendiendo.
A veces, él se adelantaba medio paso solo para abrirle el camino; otras, ella se quedaba atrás un instante para verlo reír.
Empezaron a encontrarse cada vez más. Un desayuno improvisado después de una clase. Una tarde de lluvia con pizza y series viejas. Una llamada rápida que terminaba durando horas.
Una noche, mientras lavaban los platos en el pequeño apartamento de Ana, Christofer le salpicó agua en el brazo.
—¡Oye! —dijo ella, entre risas.
—Fue accidente... más o menos.
—¿Más o menos?
—Bueno, quería ver si aún te enojas igual que antes.
Ana le lanzó espuma de jabón en respuesta. El momento fue simple, pero en esa risa compartida se escondía algo más profundo: la sensación de estar, por fin, en paz.
Habían aprendido a no esperar perfección.
A aceptar los días buenos y los torpes, los silencios y los abrazos.
Una tarde, él le llevó una libreta con la tapa color vino.
—Para que escribas lo que no me dices, —dijo.
—¿Y si algún día lo lees?
—Entonces sabré que confiabas en mí.
Ana lo miró con esa mezcla de ternura y sorpresa que solo aparece cuando alguien te ve de verdad.
Ya no eran los mismos. Ni querían serlo.
Y aunque el futuro no tenía nombre todavía, lo que estaban construyendo se sentía real.
Esa noche, cuando él se fue, Ana escribió en la primera página de la libreta:
“Tal vez el amor no siempre llega con ruido.
A veces solo se sienta a tu lado, pide café,
y se queda.”
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Editado: 15.11.2025