La semana había sido tranquila.
Desayunos compartidos, mensajes de buenos días, caminatas sin destino y esa sensación de que el tiempo, por fin, jugaba a su favor.
Hasta que el correo llegó.
Christofer estaba en la cafetería donde solían encontrarse. Ana llegó un poco tarde, con el cabello aún húmedo por la lluvia. Él la esperaba con un gesto distinto, entre sonrisa y nervios.
—¿Todo bien? —preguntó ella, dejando la mochila sobre la silla.
—Sí… o eso creo. —Le mostró el celular—. Me acaban de escribir de la editorial de Madrid.
Ana lo miró, sin entender del todo.
—¿La misma que te había rechazado hace meses?
—La misma. Pero ahora quieren que participe en un proyecto nuevo. Se trata de una residencia de seis meses… allá.
El silencio entre ellos pesó un poco más que el ruido del café.
Ana parpadeó, buscando las palabras correctas.
—Eso es increíble, Christofer. De verdad.
Él asintió, pero la sonrisa no le alcanzaba a los ojos.
—Sí, lo es. Pero también significa irme. Muy pronto.
Ana sostuvo la taza con ambas manos, más por refugio que por calor.
—¿Cuándo te lo confirmaron?
—Hace una hora. Todavía no respondí.
Ella lo observó, intentando no dejar que el temblor en el pecho se notara.
—Y… ¿qué vas a hacer?
Christofer respiró hondo.
—No lo sé. Parte de mí quiere decir que no. Que estoy bien acá, contigo, con todo lo que por fin se siente estable. Pero la otra parte… —se detuvo, bajando la mirada—. Es mi sueño desde hace años, Ana.
Ella sonrió, suave, aunque por dentro algo se le quebraba un poco.
—Entonces no hay mucho que pensar, ¿no?
—No quiero que suene como elegir entre tú y eso.
—Lo sé —dijo ella, interrumpiéndolo con ternura—. No lo estás haciendo. Pero el amor también tiene que dejar ir a veces.
Christofer levantó la vista. Había algo en su mirada que mezclaba culpa y admiración.
—No sé si pueda irme sin sentir que estoy perdiendo algo.
—Tal vez no pierdes —dijo Ana—. Tal vez solo te estás alejando para encontrar lo que todavía te falta vivir.
Él se inclinó un poco hacia ella, sin tocarla.
—¿Y si cuando vuelva ya nada es igual?
—Entonces tendremos nuevas versiones que conocernos otra vez. —Sonrió con los ojos húmedos—. Ya lo hicimos una vez, ¿no?
El resto del día fue una especie de pausa. Caminaron juntos bajo la lluvia, sin decir mucho. A veces el silencio era la única forma de entender.
Cuando se despidieron, Christofer la abrazó más fuerte que nunca.
No había promesas, ni finales. Solo un “nos vemos pronto” que sonó más a fe que a certeza.
Esa noche, Ana miró el cielo desde su ventana.
El ruido de los autos, la ciudad viva, la taza de té en la mano. Todo seguía igual, pero ella sabía que algo acababa de cambiar.
En el teléfono, un último mensaje de él:
“No sé si merezco tanto apoyo, pero gracias.
Si me voy, será también por ti.
Porque me enseñaste a creer que las cosas buenas pueden volver.”
Ana sonrió entre lágrimas.
No sabía qué iba a pasar después, pero entendía algo con claridad:
A veces el amor no se trata de quedarse, sino de acompañar sin detener.
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Editado: 15.11.2025