El algoritmo del amor

Capítulo 23 – Los finales que no duelen

La noticia del viaje se esparció entre los días como una sombra suave.
Christofer se marcharía en dos semanas. No hubo peleas ni promesas imposibles. Solo miradas que decían más que cualquier adiós.

Durante esos días, Ana intentó no pensar demasiado. Seguía yendo al trabajo, a clase, al café de siempre. Y una tarde, entre un mensaje y otro, decidió ver a las chicas.

El grupo se reunió en el mismo lugar de siempre, con la misma risa de fondo y el mismo café que ya conocían de memoria.
Pero algo en todas había cambiado.

Laura llegaba más relajada, después de haber terminado una relación larga que, según sus palabras, “ya pesaba más de lo que valía”.
Camila, la más irreverente, había decidido retomar la universidad que había dejado en pausa hacía años.
Y Sara… Sara estaba aprendiendo a quererse sin depender de nadie, después de una historia que la dejó vacía, pero más fuerte.

—Míranos —dijo Camila, levantando su taza—. Parecemos una versión mejorada de nosotras mismas.
—O una edición limitada —agregó Laura, riendo.
—O simplemente mujeres cansadas de mendigar cariño —completó Sara, con un gesto sereno.

Ana las observaba en silencio, sintiendo que todas, de alguna forma, estaban cerrando capítulos.
—Supongo que crecer también es esto, ¿no? —dijo—. Saber cuándo quedarse y cuándo soltar.

—Y hacerlo sin culpas, —respondió Laura—. Que es lo más difícil.

Hablaron durante horas: de lo que habían perdido, de lo que estaban ganando, de los pequeños avances que nadie aplaude pero que significan mucho.

Cuando Ana contó lo del viaje de Christofer, ninguna la interrumpió. Solo escucharon.
—Lo voy a extrañar, —admitió ella—. Pero no quiero detenerlo.
—Eso también es amor, —dijo Sara con calma—. El que no encadena, sino que acompaña.

Esa frase se le quedó grabada.

El día de la despedida llegó sin dramatismo.
Christofer la abrazó largo, de esos abrazos que parecen detener el tiempo.
—Te escribiré cuando llegue, —dijo.
—Y yo te leeré, —respondió ella, sonriendo con los ojos húmedos.

No hubo beso de película. Solo una calma profunda, la certeza de que nada se rompía, solo se transformaba.

Cuando el avión despegó, Ana no lloró.
Caminó despacio por el aeropuerto, con esa sensación de vacío que no duele, pero se siente.

Al llegar a casa, encendió una vela, abrió la libreta color vino y escribió:

“Hoy entendí que soltar no es rendirse.
Es confiar en que lo que es real encuentra su camino.”

Las semanas pasaron.
Ana empezó a dedicar más tiempo a sí misma, a sus proyectos, a las pequeñas cosas que había dejado olvidadas.
Sus amigas también brillaban: Laura inició un nuevo trabajo, Camila aprobó todas sus materias, y Sara comenzó a escribir un blog sobre amor propio.

Las cuatro, cada una desde su lugar, estaban aprendiendo a sanar.

A veces, se reunían solo para reír. Otras, para llorar un poco. Pero siempre volvían a levantarse.

Y entre todo, Ana seguía recibiendo mensajes desde Madrid.
Fotos, canciones, frases sueltas.
No hablaban todos los días, pero cuando lo hacían, era sincero.

No sabían qué pasaría después.
Pero por primera vez, eso no daba miedo.

Porque habían aprendido que los finales no siempre duelen.
A veces, solo anuncian un nuevo comienzo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.