El algoritmo del amor

Capítulo 25 – Lo que vuelve sin aviso

La tarde olía a café recién molido y a madera nueva.
Era la inauguración de la cafetería de Julián, el amigo que siempre decía que haría algo grande “cuando por fin madurara”. Ana se rió al ver el cartel en la entrada: “Café Entrelíneas – para los que aún creen en segundas oportunidades.”

—Definitivamente es idea suya —murmuró mientras empujaba la puerta de vidrio.

El interior tenía un aire cálido, con luces doradas y cuadros de artistas locales. Las mesas estaban llenas de rostros conocidos, de esas amistades que el tiempo estira, pero nunca rompe del todo.
Laura hablaba emocionada sobre su nuevo trabajo; Camila, por fin, parecía haber soltado aquel amor que tanto la había desgastado. Ana las observó con ternura, recordando cuántas veces se habían acompañado entre lágrimas, mensajes de madrugada y promesas de “ya pasará”.
Y pasó.

Pidió un capuchino y se sentó junto a la ventana. El reflejo del vidrio le devolvía una versión distinta de sí misma: más tranquila, más consciente.
Hasta que una voz familiar interrumpió sus pensamientos.

—¿Puedo sentarme aquí o sigo siendo parte del área restringida?

Ana levantó la mirada.
Christofer estaba ahí, con esa media sonrisa que siempre la descolocaba, un poco más delgado, con la misma chaqueta vieja que se negaba a jubilar.

—Depende —respondió ella—, ¿sigues derramando el café o ya aprendiste modales?

—Depende —repitió él, sentándose—, ¿sigues huyendo o ya aprendiste a quedarte?

Ambos rieron. Esa risa que solo tienen las personas que ya no se deben disculpas, pero todavía se importan.

Hablaron del trabajo, de los viajes, de los amigos. Se burlaron de las viejas discusiones (“¿te acuerdas cuando te ofendiste porque dije que la pizza con piña era un error humano?”), y se sorprendieron de lo fácil que era volver a estar así, sin peso, sin miedo.

Julián se acercó con dos tazas nuevas.
—Cortesía de la casa —dijo—, para los reincidentes.

Ana y Christofer se miraron, entre risas.
—Creo que nos descubrieron —susurró él.
—Demasiado tarde para escapar —contestó ella.

El café sabía distinto, pero el silencio seguía siendo el mismo: cómodo, lleno de cosas que no hacía falta decir.
Él apoyó los codos sobre la mesa y la observó con una expresión que no era nostalgia, sino simple cariño.
—Te ves feliz, Ana.
—Lo estoy —dijo ella—. Y tú también.
—Supongo que aprendimos, ¿no?
—A destiempo, pero sí —sonrió—. Siempre fuimos buenos para tropezar y seguir.

El bullicio de la cafetería los envolvía. Afuera empezaba a llover, y por un instante, el reflejo de ambos se mezcló en el vidrio.
Christofer se levantó primero.
—Voy a irme antes de que empiece a parecer una película triste —bromeó.
—Demasiado tarde —respondió ella—, pero gracias por intentarlo.

Él soltó una risa suave, se acercó y dejó un papel doblado sobre la mesa.
—Por si acaso, aún me gusta dejar finales abiertos.

Cuando se fue, Ana lo desdobló.
Era una servilleta con un dibujo torpe de una taza humeante y una frase escrita en tinta negra:
“A veces lo que se enfría, solo espera otro fuego.”

Ana lo guardó en su bolso, sin pensar demasiado. Miró por la ventana y sonrió. No sabía qué vendría después, pero por primera vez, no tenía miedo de averiguarlo.

El ruido de las risas de sus amigas la devolvió al presente. Coral acababa de llegar, empapada por la lluvia, con ese brillo en los ojos que anunciaba historias nuevas.

Y así, mientras Ana volvía a reír con Christofer en la memoria, alguien más comenzaba su propia historia: Coral.

☕✨
Sígueme para no perderte lo que viene: la historia de Coral.
Porque a veces, los nuevos comienzos llegan justo cuando crees que ya no hay más que contar.




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