Los sábados de mañana me despertaba temprano como cualquier otro día de la semana para acudir a la tienda. Preparaba mi desayuno después de ducharme y en la mesa de cocina con mi café, con las noticias del finde del fondo, apuntaba cada recado que recordaba del día. Entre ellas fue la llamada de Malkolm. Tenía el teléfono a mi lado listo para usar, pero lo evadía de pensar que no llegara a responder, que la mirada que me entregó anoche de promesa era solo una ilusión. Y no lo culpaba. La Sarah de hace unos años estaría loca de rabia de renunciar aquella oportunidad con un tan hombre tan culto y atractivo que siempre había soñado. Y la de ahora estaba rota e inestable para empezar una relación amorosa que comprometía cosas que no podía dar.
Era egoísta desear tenerlo para mí como amigo, pero sin darle lo que pedía.
Había respirado repetidas veces y calentado mis dedos en la cobertura de la taza de café. Y conté hasta tres de probar a hacerlo. Y funcionó. La llamada se realizó, pero no hubo respuesta y me compadecí conmigo misma.
Dejé un mensaje de voz poco después de irme.
Tras la muerte de mi tía, cancelé mi máster por la falta de dinero y empecé a trabajar en una pequeña floristería quien su dueña fue buena amiga y socia de mi tía desde muy joven. Ellas abrieron juntas el negocio al poco de divorciarse ambas y mi tía le dejó el completo cargo cuando se diagnosticó su enfermedad.
No me quejaba de mi trabajo. En cierto modo, disfrutaba de los arreglos florales y el olor fresco de las plantas. Me gustaba practicar los ramos, conjuntar flores y hojas y debatir cual mejor. También tratar los pequeños árboles y arbustos tropicales de decoración que añadía un toque de selva a los rincones. Y esa vez que Marie me ofreció el puesto al saber mi problema con el dinero, nunca faltó su generosidad y siempre me obligaba a llamarla como amiga en vez de jefa.
Entré en la habitación de administración donde mi jefa tenía el teléfono a su oído, oculto entre el medio recogido que lucía su cabellera platina que poco se diferenciaba de la piel albina. Me acerqué y acaricié su hombro para recoger su atención sin interrumpir de golpe la conversación telefónica. La señora despegó sus ojos celestes de sus apuntes al verme y pidió a la otra línea una corta espera.
— Marie, perdona, ¿sabes dónde está la calculadora? No la encuentro afuera.
Palpó sus bolsillos del delantal.
— Perdona, hija —Me entregó la calculadora con una sonrisa colgante de disculpa.
— Gracias.
Y me aventuré a la masa de gente del mostrador. Los sábados y domingos había demanda de trabajo ya hubiera lluvia torrencial o bajo cero, además, la tienda se situaba cerca del cementerio, con un parking gratuito y accesible que ayudaba a atraer clientela.
Tiré del rollo de cinta roja y corté. Enfundé el ramo envuelto de láminas y una vez más fijé el líquido permanente en las rosas. La clienta dejó el pago poco después de entregárselo.
— Muchas gracias y que tenga buen día —sonreí a la señora que lo deseó igualmente.
Al ver que la última clienta empujaba la puerta de la tienda, me di la libertad de suspirar y apoyarme en la mesa. Miré el reloj que indicó los escasos minutos de la hora del cierre y eché un vistazo a Marie que sostenía la libreta de cuentas y aún pegada al teléfono. Me encaminé a ordenar algunas macetas caídas por el camino mientras escuchaba la campanita de la puerta indicando una nueva entrada. Y al erguirme y girar mis pies, casi me estampo de frente con un hombre que no esperaba ver.
— Ma... Malkolm —tartamudez. Rápidamente froté mis manos en el delantal limpiando restos de tierra—, ¿qué haces aquí?
Él me miró de arriba a abajo. Y bueno, mi aspecto no era de alabar, claro está: un delantal sucio y un recogido medio caído y revuelto de pelos como si hubiera restregado un globo sobre mi cabeza.
— Mi secretario me informó que dejaste un mensaje de vernos.
— Oh, es verdad —Intenté arreglarme el peinado avergonzada—. Pero... Creí que no vendrías hoy precisamente.
No era el mejor momento para hablar de besos y relaciones. Justo un ejemplo en directo cuando me llamó una clienta tras de mí:
— Disculpe, ¿tiene más...?
En cuanto me volví, mi cara fue de espanto y de la mujer también.
— Señora Massey —Murmuré casi atragantada y a la vez con el estómago estancado de la última y desastrosa vez que hablamos hacía unos años.
El cabello castaño de la señora brilló al moverse inquieta.
— Hola, Sarah... —Saludó con una voz forzada.
Se formó un silencio que enseguida corté al recordar su pregunta y de ver que cargaba unas gerberas amarillas.
— ¿Quiere más del mismo tipo y color? Puedo traerle del almacén —Fingí mostrar mi mejor cara.
Tras mi espalda, oí a Malkolm dar media vuelta y lo vi recorrer la tienda a paso lento, aparentando examinar las flores de ramo y plantas sembradas.
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Editado: 12.03.2021