El alma del Lobo

Capítulo 3

 

Los días volaron y sin darme cuenta había pasado casi una semana.

Reuní cada pieza de valor que encontré por la casa. Unas, contaban una historia que conocía, otras no, y bueno, había tesoros que con apreciarlos lo suponía. La familia de mi tía provenía de una adinerada que menguó con el tiempo. Tenía entendido que el testamento recogía unas tierras del oeste y unas pocas propiedades que heredó, sin contar la mitad del dinero acumulado. Bienes que mi padre aspiraba por robar.

Una caja de música había sido custodiada en un baúl del sótano y del cual no había modo de abrirlo sin su llave. Lo dejé en la mesa de la cocina como los demás objetos y artilugios que creía de valor hasta llevárselo a un conocido de mi tía, quien poseía un puesto sobre subastas de antigüedades.

Aturdida de cansancio, abrí la tarrina del café molido y hurgué con la cuchara el contenido y tardé en comprender el vacío. No había café.

«Adiós a mi único combustible para el resto de la tarde.»

Y es que llevaba días gastándolo de lo que conllevaba la falta de sueño, las horas extras en la floristería, más el recorrido por la cuidad a la búsqueda de un buen abogado y "la limpieza" de la casa...

Me senté en el sofá con un té en mano y forcé mi vista a leer los periódicos. Revisé las páginas de las ofertas laborales de la cuidad y la tinta del boli marcaba las de mi interés. El dulce silencio que se sumía la casa y el sueño sobre mí, me animó a dejar caer el peso de mis párpados un segundo que bastó para dormir profundamente.


 

Salté del sofá ante el sonido del timbre que los papeles de mi regazo volaron por los aires. Tropezándome con mi propio calzado, acudí a la llamada de puerta. Unos ojos verdes se enroscaron en los míos; tenía unos revoltosos mechones de su cabello castaño por sus cejas que le dieron un tono diferente, más atractivo y juvenil.

— Hola... —sonrió añadiendo un suspiro como de alivio y a la ligera se amoldó su ceño articulado—: He intentado comunicarme contigo estos días y me preocupé.

Me encogí de la culpa y le invité a entrar.

— Perdona —Eché una vista al teléfono del vestidor—. Se supone que vendría el electricista a arreglar el cableado esta tarde... —Ahí consideré las horas que dormí por la oscuridad de la calle. Y miré confusa a Malkolm mientras le invitaba a entrar—. ¿Has venido de tan lejos solo a verme?

— Tenía una cita con un socio en la capital, pero... —Se quedó observándome y dejé de peinarme el cabello para el recogido—. Se canceló —Terminó por decir un tanto inquieto que apartó la mirada.

— ¿Quieres té o...?

Me ignoró; la mirada de Malkolm ahora analizaba la casa enseñando una vez más el ceño y un extraño aleteo de sus fosas nasales. Me asaltó su devuelta de atención. Se había fijado en la mesa del sofá cargado periódicos y el resto desperdigados por el suelo cuando me sorprendió el timbre.

— Ah, sí —Intenté sonreír y me arrodillé a reunir los papeles a prisas y olvidé recoger la taza de té que no llegué a probar—. Perdona el desastre, pero me quedé dormida —Abracé el montón de periódicos—. ¿Té o vino?

— Té —contestó mientras retiraba su gabardina.

En la cocina, en silencio, preparaba el agua y cada cierto tiempo lanzaba una mirada al salón. La curiosidad de Malkolm continuaba revoloteando como una mariposa allá donde se posaba sus ojos. Como si fuera la primera vez que visitaba el interior de la casa. Contuve en mi garganta un gemido de sorpresa y mi delicado corazón cuando se plantó en la cocina de repente.

— ¿Y estos objetos? — Señaló la mesa.

Busqué las tazas ocultando mi cara que podía delatar.

— Los estaba limpiando.

— Son de gran valor —sopesó y al darme la vuelta lo encontré analizando a simple vista un cenicero bordeado de oro, de incrustaciones de pétalos de rosa y de cuerpo en plata.

— Sí, la casa de mi tía esconde muchos tesoros —Abrí el ropero de especias donde se guardaba la caja de sobres de té. No recordaba ofrecerle a Malkolm ese tipo de bebida o si alguna vez tomó uno conmigo porque era de vino o a veces de café en las salidas de calle, pero no era la razón por la que mis nervios jugaban con mi voz —: ¿Cuál...? ¿Cuál tipo de té quieres? Tengo negro, verde de cuatro variedades...

El cuerpo de Malkolm se acercó a la encimera.

— Te dejo a elegir —Se ofreció con una sutil sonrisa que era suficiente para calmar los males menos el latir de los corazones como el mío. Debía intentar actuar con normalidad sabiendo aun así que Malkolm era un hombre avispado.

— A ver... —Aparenté sopesar la elección—. Voy a arriesgarme a por el té rojo. De limón y naranja. Sabor para alguien que le gusta lo innovador.

Otra sonrisa ladeada.

— Sabia elección. 


 

La tetera empezó a chillar y estallar humo por el pico. Hubo cortos comentarios y charlas sobre la casa que ayudaron a relajar mi situación.

Y puede que ese fuera mi error:

El de bajar la guardia.

Acabamos reunidos a tomar el té en la alargada, pero delgada mesa del comedor que compartía el espacio de la sala de estar.

Malkolm se inclinó hacia delante con la taza media llena y con sus codos apoyados sobre la superficie. Las líneas de su frente aparecieron cuando mostró su entrecejo que indicaba preocupación.

— Sarah, ¿estás bien?

Le enseñé una sonrisa confusa.

— Sí, creo que sí.

— ¿Te han despedido?

La cara se me contrajo del rápido y torpe trago del té que quemó mi paladar.

— No. Claro que no.

Su ceja formó un arco.

— ¿Te falta dinero?

— Pues ahora no —Pero costaba aparentar lo que proponía con esa mirada que conocía el arte de persuadir. Y después de pensar que sería estúpido desviar su preocupación de estallarle un cojín en la cara como haría con Daisy.

Que la mejor opción era confesarlo, porque, el mentirle a la cara, se sentía como si me quemaran viva desde dentro. No se merecía ninguna más.




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