El alma del Lobo

Capítulo 4

 

 

 

Malkolm trabajaba los viernes de mañana como el resto del mundo, menos yo ese día, que Marie me bendijo por mis horas extras. Y tan rápido se lo informé a Malkolm, adelantó un día y mandó un carísimo auto de servicio a la hora del mediodía. Yo había salido de mi casa con el estómago lleno del almuerzo que prepararé pero que me maldecía en retortijones de dolor, con mi abrigo abrochado de gruesos botones y mi fiel bolso cruzado conmigo. Estaba atareada de emociones, por supuesto. No había dormido mis horas debido a eso, pero también la toma decisión sobre la ayuda de Malkolm y la cual, sabía que muy pronto, mi padre lo descubriría y otro de sus movimientos de chantajes era de esperar. Pero ni yo —y por cómo conocía a Harailt—, no era de dejarse intimidar tan fácilmente.

Olvidé a mi padre en el trascurso del viaje que consistía en admirar los paisajes de la carretera hasta volver a quedar dormida. Ya se sabía que Malkolm vivía lejos, pero no detallé dónde: al norte de Edimburgo, había una región central de Escocia que se conocía como Perthshire. La zona geográfica del país más abundante de variedad de paisajes que se citaba en la literatura escocesa aparte de Las Highland. Y su joven ciudad Perth, famosa por su joven belleza. Pero él no vivía en la cuidad. Podría decirse que fuera de toda civilización.

Estaba despierta cuando el valle nevado pasó a un angosto bosque y el auto condujo por el trecho de un puente de piedra para abrirse a otro camino en medio de árboles dónde sus desnudas ramas hacían pacto entre ambas partes. En su final, el silencioso conductor detuvo el coche ante las verjas de acero, que separaba el terreno forestal al privado. En unos segundos se abrieron y pasamos bajo un túnel. Ya había atisbado antes del puente una construcción antigua. A simple vista parecía un castillo, de estilo gótico, una grandeza de arte de la arquitectura. Acababa rezando al cielo sus torres en punta, las otras ceñidas en cuádruples piedras como sus muros. Había arcos y bóvedas ocultas en su corazón. Allí escuché cómo el motor se durmió y las ruedas asentarse en las losas de la plaza revestidas de nieve.

Un hombre de brazos cruzados y de postura recta, de vestir una básica y ancha camisa, oscuros pantalones de despacho, me esperaba por debajo del gran arco de la fachada tras la luz de su hogar y que no dudó de bajar el pequeño tramo de escaleras y enterrarse en la nieve reciente para recibirme nada más salir del auto. Malkolm se encargó de llevar mi bolso antes de que colocará el asa a mi otro hombro.

— ¿Qué tal el viaje? —preguntó mientras acortamos la distancia hasta la entrada.

— Largo, la verdad —Lo aseguré con cierto aire de fatiga—. No sé cómo puedes hacer cuatro horas de trayecto. Y mira que no he conducido yo —Asomé la vista al auto, pero éste ya había arrancado dispuesto a irse.

Me fijé en las anchas y altas ventanas frontales que las protegían barras de acero. Y más de cerca, contemplé el material imitando lo medieval de la estructura y que confundía a un castillo de su magnitud, pero en realidad, no tenía todas las características de uno como de sus medios de fortaleza. Yo en principio deduje que era una casa grande, una emblemática de campo que usaban la clase alta. Él me hizo entender después que resultaba ser una mansión edificada de los cimientos de un monumento antiguo. 

Malkolm observaba con esa mirada inescrutable y sonreía como gesto cordial pero igual de prudente y vigilante como la última vez que le vi, pero su cuerpo decía lo contrario. Una confianza indiscutible que primeramente fue una acaricia en la espalda, algo común entre nosotros como amigos, pero sentí su calor como si me tocara directamente contra mi piel.

El frío quedó atrás y ahora el calor del hogar hizo que me desprendiera de la bufanda como el abrigo; Malkolm se ofreció a encargarse de ellos. Después, no supe dónde o quién se lo dejó, porque mi atención solo residía en las paredes de madera de roble, de forma de molde rectangular que se hundían y de bordes compactos, los cuadros que pude alcanzar a ver a ambos lados de los pasillos, la gran escalera de cascada y me costó diferenciar el material del suelo si era de piedra caliza o de un mármol color perla.

Y su calor volvió a por mí. En mi hombro se posó al rodearme la espalda.

— ¿Tienes hambre?

— Pues no. Pero...

— El café estará de camino —Se antepuso a decir con un toque de humor y recuperó parte de su voz neutral—: Lo tomaremos en la primera sala. ¿O quieres en el comedor?

Yo di la libertad que eligiera.

Así pues, me condujo a un pasillo que no capté al entrar; no había puertas a estancias y las ventanas estaban cubiertas de gruesas cortinas que no dejaban pasar cualquier tenue luz. Había cuadros sobre paisajes, de mitología, edificaciones antiguas y animales... Supuse que pertenecían a la mansión desde sus inicios o durante siglos por su arrugues del lienzo y sus exuberantes marcos de oro y desgastados en sus esquinas; la escasa luz provenía de pequeñas lámparas ancladas a las paredes con forma de media luna.




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