Recuerdo sentirme grande, pequeña o al mismo tiempo, gelatinosa y sólida, cuerda y demente. Así era con Malkolm. Cuando acepté darle el control, no tardó en robarme lo poco que quedaba de ropa y hacerse con la suya. Tuve dudas después, no sabía si encajaría mis gustos con los suyos. Se fugaron rápido. Entregárselo era su pasión y la mía y lo demostraba con cada pieza de mí. Entre paciencia y ansiedad, besaba y tocaba todo cuánto encontraba. A veces le encantaba morder, jugando, como un cachorro. También respetaba mis límites sin rechistar y sumaba más de mi confort. Tenía una excesiva fuerza que poco controlaba y sobre todo con mis pechos. Decía que le encantaban, cubría sus manos enteras, que le encantaba el contraste de mi piel nívea contra el suyo oscuro.
— Creo que vas a comértelos si no te detengo —Llegué a reír.
— Pienso hacerlo, como el resto de ti —Pasó su dichosa lengua entre la hendidura del pecho hasta el pezón clamando con la mirada de cambiarme de idea o disfrutando de cómo mordía mi labio.
Y casi funcionó. Hubo otro destello en sus ojos. Oro. Cerré los míos con fuerza que se pronunció un dolor en mi frente y sacudí mi cabeza.
«Es la luz, Sarah» Quería convencerme.
Pronto lo olvidé. Malkolm se había erguido ante todo su esplendor de cuerpo viril y observó fascinado el mío como la vez que me desnudó. Sentí vergüenza, y luego, solo satisfacción de lo que era capaz de provocarle. Belleza y deseo. Sí. Tensé mis estremidades cuando exploró con sus dedos mi intimidad, gruñió al contacto húmedo y estrecho que buscaba y yo contuve el aire con el fin de soltarlo con un gemido agudo. Fue claro verlo. Vi de nuevo esa mirada sacada de un león.
Mi cabeza jugaba conmigo.
— Malkolm... — Arqueé mi espalda al nervio central de mi placer que pulsó con su pulgar y el resto continuaban en su viaje de idea y vuelta dentro de mí.
Y el brillo de sus ojos aumentó. Soles quemándome porque estaba cerca de ellos. Enterré mi cara a la alhomada más próxima a mí. Olía a Malkolm y eso empeoró.
— Mírame, Sarah —Pidió de tono precipitado pero cuerda melodiosa. Ondeó los caminos de mis piernas y luego sentí cómo se inclinaba, cómo su cuerpo se adhería a mi piel—. Quiero ver esos grandes ojos. Esa naricilla de pecas y mejillas rojas —Peinó las crestas de mi cabello—. ¿Sabes cuánto me excita?
Caería. Toda mujer lo haría. Pero esta no. No ahora.
— No puedo —La almohada inmudó mi nerviosismo de voz.
Odiaba pensar que estaba alusinando. Me sentía viva con él. Abiertos y expresando lo que necesitábamos y todo me parecía real en vez de un sueño. Y puede que formaba parte de un miedo en mi niñez. No distinguir la realidad y caer en un pozo de locura. Alguien me dijo que si creía en las pesadillas se convertirían en demonios que se dedicaban a ir allá donde fuera: en el parque, en el colegio, en la playa...
El hombre sobre mí me rogaba dirigirle la mirada. Hacía estrategias de masajes y toques íntimos. Intentaba romper mi barrera.
— ¿Por qué? Dímelo.
Me tomaría por loca. Y eso sería lo más obvio de decirlo en alto. Y me equivoqué. Lo dije.
— Tus ojos... —Aspiré el olor cítrico de la tela—. Tus ojos cambian y no... Creo estoy...
Y él siempre adivinaba y le gusta hacérmelo saber:
— No deliras, Sarah.
Aquello agarró mi pecho. Sorpresa, confusión y miedo. Y una veta de esperanza. Despegué la mitad de mi cara. Tenía que comprobar si era una broma. Su rostro me dijo que no. Y sin otro color del que nació que lo demostrara.
¿Qué quieres decirme?
—¿Tienes miedo? —Fue una pregunta honesta a mi parecer. Confusa, sí. Más sin trucos.
Intenté centrarme en la claridad. Hayarlo. Y envidiaba esa seguridad que mostraba en su mirada.
— No —confesé.
— ¿Te importa tanto mis ojos?
Fruncí mis labios. Aunque ahora el verde residía en él, lo acepté. Al menos, en ese minuto donde sólo importaba la sinceridad.
— Ahora no.
Tomé su rostro y expresó un gruñido al súbito beso. Se demostró el ansia del uno al otro. A terminar lo que se empezó.
Malkolm no abandonó el deseo de hacerme venir entre sus dedos mientras se alimentaba a besos por sus sitios preferidos como mi cuello y pechos. Enredé mis piernas a su caderas aferrándolo a mí. Sin opción de escape y él tragó gruñidos de mecerme contra él. Y recordé la rigidez de su miembro acariciando mi vientre. Y mi deseo aumentó. Me sofocó. Empecé a acariciar su espalda infinita e implacable. Ojalá pudiera tumbarlo y besarlo con libertad. Pero mi rodilla herida me limitaba el apoyar.
Y él tenía el control.
— Estoy lista, no esperes más —anuncié en una ágil voz.
Retiró su mano de mi sexo. Sonreí halagada de ver su disfrute de probar mi sabor e ignoré la luz del sol en su mirada.
— Tampoco puedo esperar más.
Abiertos los ojos, contemplé a un irresistible Malkolm, impaciente y encorvado, colocándose entre mis piernas y guiando su dura masculinidad a mi entrada. Un sobresalto de desazón me atravesó. Y desapareció. Y asumimos un suspiro de placer de llenarnos del uno al otro. Mal se agarró a mi pierna y cedí a rodearlo de nuevo que le aseguró ventaja para el ritmo que empezaba como una canción: la introducción era lenta y acompasada y la mitad sería profunda y acelerada. Y el final... Explosivo.
Podría dejarle la espalda rasguñada a su vehemencia de pasar el límite. Y no me importaba. Quería marcarlo como él a mí como muestra de todo el torrente que sentíamos.
— Dioses, Sarah... —Siseó mi nombre e inclinó mi muslo volviéndome loca a la excitante presión—. Siento como si me desvirgaras... Y me atarás a no dejarte nunca.
Lo que dijo me abrió más la mirada.
— Ven... —animé, froté el jugo de sus labios entreabiertos y los cuales aprecié el asomo de un colmillo que pasé por alto—. Quiero torturarte más.
Malkolm se abalanzó a mi invitación. Nos besamos tragando nuestras exclamaciones sin detenernos. Aquello era como un balanceo de lo físico y emocional.
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Editado: 12.03.2021