El alma del Lobo

Capítulo 8


 


 

Si creemos en nuestras pesadillas, que ellas tomarán el control de nuestra vida, se acabará cumpliendo. Ellas me recordaron cuan fuertes eran cuando vuelves a tu hogar. Siempre intentaba ignorar ese acecho constante cuando llegaba casa, cuando salía de trabajar o bajaba del bus. No dije nada a Malkolm sobre mi padre. Pero a veces, los secretos son tan grandes que son difíciles de esconder y a veces de soportar. Y luego, muchas veces, estas salen por sí solas sin darnos cuenta.

El bolso lo encontré tras el macetero de la entrada de casa, donde casualmente solía guardar la llave de repuesto. Leí la nota donde Malkolm me dejó su número de móvil privado y deseándome un buen día. Y por seguridad, aunque ya tuviera mi manojo de llaves, desenterré la de repuesto y ladeé mi cabeza vigilando los coches aparcados de las calles, el vecino que paseaba a su perro y las ventanas de las casas de cerca.

Esa tarde lo llamé como prometí, pero no respondió. Ni a su número privado. Le dejé un mensaje y no fue hasta el día siguiente, cuando llegué de comprar, que recibí otro:

Perdona por no devolverte ayer la llamada y espero que tu herida esté mejor que ayer — Me decepcionó que no explicara la razón aunque fuera de excusa—. He contactado con el abogado. Es un hombre difícil de convencer, no es sólo por el dinero, si es lo que piensas. Quiere conocerte en persona antes de cualquier acuerdo. El miércoles a las diez... —Corrí a apuntar la dirección y el número de oficina y luego atendí ese pesado suspiro—. Ha pasado un día y parece que han sido siglos... —Mi pulso se disparó y sonreí, al mutuo sentimiento—. Dime cuándo podemos vernos el sábado si estás disponible.

Y de mi parte, le dejé en su buzón de voz la hora y el lugar de quedada.

Durante toda la semana estuve pensando en Malkolm y en nuestra cita.

El miércoles acudí a la cita del abogado.

Mis nervios estaban ahí, sentada en esa silla negra que parecía un sillón, con las piernas unidas y los dedos entrelazados como si rezara en voz baja. Y al oír la puerta de madera del despacho abrirse, tendí a erguir más mi espalda. Tenía una voz como si tosiera con frecuencia, seca y fructuante y con ese marcado acento inglés:

— Buenos días. Lamento la espera.

— Buenos días —Sonreí pero el hombre ni me miró cuando pasó a mi lado y se sentó en su refinada silla giratoria.

Abrió unas carpetas, en un silencio que sentí decisivo como si me presentara a una entrevista de trabajo y aún sin dirigirme la mirada. Ajustó sus gafas de lectura sobre su afilada nariz y frunció el ceño. Le marcó tres arrugas en su frente que se imponía la calvicie.

— Sarah Táelis... —Recalcó despacio las dos palabras. Entonces sus ojos, de un azul opaco, estaban sobre mí—. ¿Por qué ese cambio de apellido?

— ¿Disculpe?

— Su apellido —Dejó caer la hoja y recostó su espalda en el asiento esperando una buena aclaración.

— Ah, sí, es de mi madre —Abrí mis manos y empecé a palpar las yemas de los dedos por el cúmulo de nervios—. Cambié el de mi padre al ser mayor de edad.

El hombre me miró con detenimiento.

— ¿Usted sabía que el cambio de apellido puede afectar al juicio? Al no llevar el apellido de su tía como el de su padre, no se reconoce parte de su valía por el derecho de bienes.

Tal declaración me dejó, literalmente, boquiabierta.

— No, la verdad... —Recuperé el habla—. ¿Es posible? Son sólo unos apellidos.

— En Escocia, por clasista que suene, los apellidos valen más que una propiedad.

Ahora mis dedos volvían a estar entrelazados, fríos y tiesos.

¿Por qué no lo sabía?

— Hacer un cambio de apellido me costaría meses, y antes saldría el juicio —contesté en defensa y el abogado me respaldó asintiendo.

— Solo quería hacerle entender que pequeños cambios a nuestro bien pueden hacer grandes catástrofes en nuestra contra.

Aquella reflexión tocó mi moral.

— Si le soy sincera, no me arrepiento de haberlo hecho. No puedo reconocer un apellido paternal que ha hecho tanto daño a mi vida y a otros. Y si vivo en un país que un apellido vale más, hice bien. Aceptaré las consecuencias —Y observé su expresión reservada—. Puedo entender que no esté interesado en mi caso. No le culparé.

Se inclinó hacia delante, apoyando sus codos sobre la mesa.

— ¿Por qué lo piensa?

— Mi último abogado canceló mi caso. Y supongo que sabrá que soy hija de un sicario ex-convicto.

No me preguntó el peligro y desafío que suponía enfrentarse a un hombre así.

— Hay que cambiar esa actitud negativa sobre mí. Si no estuviera interesado, no invertiría mi tiempo en usted. Y me ha convencido. Admiro las personas francas ante todo.

Los kilos de inquietud se ausentaron. Y la sonrisa de alegría se reflejó con totalidad en mí.

— Muchas gracias. Me alegra que acepte mi caso.

El abogado estiró una de sus comisuras del labio. Lo interpreté como un intento de sonrisa.

— ¿El pago lo realizará el señor Harailt? —preguntó tras unos minutos de silencio al supervisar unos archivos.

Escuchar la palabra dinero me ulceraba el estómago.

— Sí.

Me analizó.

— ¿Está segura?

Mi sonrisa suplantó una mueca de malestar.

— ¿Hay algún problema?

— No, ninguno —Resopló, y no me convenció. Abrió un cajón extrayendo copias de informes—. Empecemos entonces.

 

⚜️
 


Mis pensamientos se interrumpieron cuando un brazo bloqueó mi visión. Un chico rodando mi edad, quien trabajaba en esa cafetería recientemente, y quien se decía que era sobrino del jefe, depositó una taza de café delante de mí. No recordaba su nombre, pero sí su cara: ojos azules y un tono dorado de pelo que intentaba dejarse de largo, y un mentón cortado a la mitad. Quizás haría algún deporte de agilidad porque se notaba cuando se movía con rapidez y sin tocar a nadie. Recordaba que nos atendía con frecuencia cuando quedaba con Daisy, pues era la cafetería más cercana a nuestros puntos de trabajo. Llegó a comentar entre Lara —su actual pareja—, y ella, que a veces le pillaba mirándome mientras limpiaba el suelo.




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