El alma del Lobo

Capítulo 21

Un filtro de luz alcanzó el final de la cama y creí que era indicio del día por un segundo, antes de aclarar la vista; Aún era noche cerrada. El cuarto de baño daba origen a la iluminación. La puerta estaba media cerrada y se podía escuchar el agua aterrizar en el conducto del lavamanos. Al comprender que Malkolm estaba dentro y esperar un buen rato su salida, y tener presente que no era de pillarlo fuera de la cama desvelado, decidí buscarlo preocupada. 

Me cubrí con el vestido sin arreglarlo mientras escuchaba gruñidos paulatinos con cada respiración. Las bisagras provocaron un quejido cuando lo empujé levemente avisando mi entrada. 

Sus firmes y contorneados brazos se apoyaban a cada lado del eje del mármol. Tenía rastros de agua por su cara al refrescarse, gotas en las hebras del pelo y llegando a deslizarse por su cuello. A pesar de saber mi presencia –o creía–, se mantuvo en silencio, continuando en emitir roncos sonidos, la mirada perdida en el chorro que soltaba la grifería dorada. Al lado, dos frascos de tinte morado lo tocaban. Era su medicina. Estiré mi mano a cortar el agua malgastada. Sus ojos, como si sufriera un despertar brusco por sonambulismo, anclaron en los míos titilantes de confusión. 

— ¿Estás bien? 

Su común y bien afilado ceño apareció. 

— No quería despertarte —respondió con una voz demasiado hilada que no la reconocí. 

— No pasa nada —Me acerqué a él y tuve muy en cuenta ese movimiento recular, inseguro—. Dime, ¿estás bien? 

Malkolm se esforzó por asentir. 

Creo que fue la primera vez o una de las pocas que pude percibir una mentira. 

Sin embargo, intenté no darle importancia aquello, pues las personas de comportamientos anormales en momentos puntuales no era conveniente atosigar. 

Tuve muy presente los frascos.

¿Cuántos se había tomado al día? No sabía cuántas dosis le recomendaron tomar, pero empecé a preocuparme de verlo en tan pocas horas recurrir de nuevo a ellas. 

— ¿Quieres ir al médico? 

— No es necesario —Se frotó la cabeza y observé las gotas saltar. 

Un poco dudosa, me atreví a coger la toalla de manos. 

— Déjame secar esa mala cara —Le sugerí con una sonrisa que al parecer, surtió efecto, pues a medida que me aproximaba, se conservaba en su sitio—. Ayúdame. Inclina la cabeza. 

Como le pedí, me hizo la tarea más fácil. Mi idea funcionaba. Malkolm ya no estaba inquieto, receloso o temeroso, no físicamente. Se dejaba secar como un niño después del baño. 

La toalla empezó a humedecerse apenas cuando terminaba por su cuello hasta el pectoral. Pude ver la ausencia de la marca de mi beso y me pregunté si la mía lo siguió. Empezaba ser más realista —en mis términos— y era posible que tras nuestros contactos no hubiera huellas. Podía explicar porqué él no tenía cicatrices de una infancia revoltosa o cualquier mala caída de torpeza. Nunca lo vi lesionado por mi agresivo agarre del día anterior que como remordimiento persistente resonaba en mi cabeza con un sonido característico de astillas, como romper dos palos de madera a la vez. 

— Nunca querría hacerte daño — Alzó a decir en un susurro, pero para mis oídos fue claro y fuerte que me atravesó. 

Me quedé inmóvil por esa desconcertante frase y lo miré fijamente mientras enderezaba su cuello. 

— ¿Por qué lo dices? —Mi ceja se alzó y luego sentí mis facciones arrugarse de suponer algo, de atisbar algo a través de esa mirada misteriosa—. ¿Tuviste una pesadilla? 

Empecé a entender que cuando sacudía su cabeza era la frustración tomándola con él. 

— No le des importancia a ninguna palabra que diga esta noche. El insomnio ha durado días y hay épocas donde... —Emitió un gruñido sin tener la valentía de terminar frase. 

Malkolm era por norma o nacimiento cargar un aspecto cuidado, pulcro, atrayente o bien preparado para la tarea del día como trabajar en los establos o en su despacho. Y esa vez, lo vi desgastado que me ardía de dolor. Sería lógico, pese a la hora de madrugada y el insomnio prolongado, y como dije anteriormente, nunca lo había visto despierto y nervioso...

Recordé la noche del hotel sufriendo la misma situación. 

— ¿Y ese...? ¿Cómo se llama ese polvo negro? Sé que me dijiste que no es aconsejable su frecuente uso...

— Lo agoté —respondió de golpe. 

Le tomé la mano y está estiró los dedos apenas aferrándome. Le invité a salir del baño. 

— Pues ven conmigo, y te canto una nana aunque no te prometo que caiga antes —Musité volviendo a recurrir a la simpatía. 

Me frené por su orden de hacerlo a mitad de la habitación. 

— Estás muy cansada, Sarah y yo... todo lo contrario, sería una molestia —Acabó repasando mi cuerpo y como si un mal pensamiento le atravesara, alejó su vista de mí y observé la inquietud de sus dedos, los cuales, tan pronto como pudo, me abandonaron. 

Iba responderle que era falso, que una vez cerrara los ojos de seguro estaría inconsciente, ajena a todo con aquella resaca de sueño que me pesaban en los párpados. Pero abrió los cajones de ropa, dándome la espalda. 

— ¿A dónde vas a estas horas? ¿A pegarte un baño en los charcos con lo que ha caído? —Abrí mis ojos ante una idea premeditada pero de grandes posibilidades—. ¿Vas a buscar a tu hermano? 

— No voy tras mi hermano, Sarah —dijo tajante y yo me encogí ante ello; Malkolm se disculpó con la mirada y se colocó delante de mí. Lentamente colocó sus manos en mis hombros como si temiera dañarme—. Sólo estaré fuera a tomar el aire, una costumbre cuando no puedo dormir. 

No hacía falta ofrecer compañía, pues lo rechazaría. Necesitaba unas horas de aire fresco –y gélido– de la noche a arreglar ideas o puede que distanciar sus problemas. 

Sentí que era yo el problema y sin saber la razón y el poder averiguarlo, era como pagar una condena. 

Así que, me acerqué de nuevo  y de puntillas con ambas manos en su rostro, un beso planté. Noté su cuerpo fibroso al mínimo contacto, sin abrazar mi espalda como solía hacer, me separé e intenté expresar normalidad. 




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