El alma del Lobo

Capítulo 37


 


Las paredes que sostienen el templo eran frías y sólidas, como cualquier cosa carente de vida y que nunca albergó. Lo sentía tal al final de mis extremidades, sin embargo, nació aquel calor en mi corazón cuando el rostro de Malkolm se presentaba ante mí. Sus ojos eran dorados, iguales al lobo, al que unos minutos antes me lamió la cara y mucho antes creía que me devoraría entera. No duró lo suficiente el rasgo a medida que se daban lugar los últimos cambios del cuerpo, como la anatomía de sus músculos a uno más definido en lo humano y en su género. Malkolm se frotó la cara como quien despierta por la alarma del despertador. Y entonces me miró con más precisión. Yo aún estaba congelada por la experiencia vivida y mi mirada no podía fijarse en un mismo punto como él. Tenía aspecto de terminar una de esas grandes maratones que duraban horas (negando el hecho de la ausencia de ropa) por la respiración acelerada y con una pila de sudor por toda su piel tostada. La estabilidad de su cuerpo era lo mismo que una tabla elevada desde el centro de una piedra triangular, de ahí a que al primer intento de andar, lo traicionó, empezando por una inclinación leve que se transformó en un aterrizaje forzoso si no fuera porque lo frenó a tiempo. Por propio instinto y olvidando que casi me mata de miedo, me moví para ayudarle. Le sostenía por el brazo aunque tuviera que reunir toda mi fuerza y el extra para soportar su peso corporal. Se arrodilló de nuevo y optó por descansar en el suelo hasta recuperar la total movilidad. Él me había advertido de las consecuencias tras una transformación cuando no se había sometido a uno en mucho tiempo. La recuperación era lenta y dura, reconocer caras al principio y comunicarse en el habla sería un gran reto.

Seguí las instrucciones que me dejó: mucha paciencia y dejarle espacio que consistía en evitar contacto porque no podría diferenciar lo que era correcto y lo que no. Lo llevé a cabo después de que se sentara. Y no duró. Él se empeñó en que me lo saltara. Sujetó mi muñeca y tiró hacia él, toqué con mi rodilla el piso y me tambaleé llevándome un buen golpe en el trasero.

—¡Oye! —Grité enojada, pero me cubrí la boca por miedo de alterar su estado de recuperación.

No pasó. Me sonrió de lado. En su reflejo existía curiosidad, deseo, asombro y más matices que no sabría decir. Yo era quien admiraba. Él se movió. Yo me encogí tratando de adoptar la serenidad tan conocida de Malkolm. Su gesto no fue menos inocente de lo esperado a pesar que lo pareciera. Trazó mi cuello, de mi oreja a mejilla, y de allí a mis labios, me dejó... Esclava. Sus dedos eran mágicos para cualquier situación. Y no solamente porque exudaba hasta asfixiar de sensualidad a pesar de la suciedad, de su olor y de lo que se había convertido.

Comprimí mis labios negándole cualquier tipo de acceso que planeara hacer con ellos.

Maldito sea. Y yo también. A mis hormonas o lo que fuera que me tenía en cautiverio bajo su autoridad.

Estiré mis piernas dejando su mano colgando en el aire, dando gracias que esa vez me permitiera ir.

—Voy a ir... A... Agua. Sí. —balbuceé sin control por su culpa.

Cogí la mochila de viaje y la coloqué sobre el altar. Empecé a buscar las prendas de muda tras dejar a un lado el depósito de agua y una capa de lana que le serviría de manta.

—Toma —Le tendí primero el agua y con la mirada fija en su rostro, evitando mirar de más por respeto.

La recogió vacilante; no paraba de observarme a detalle y yo no paraba de sonreír nerviosa, y además, sentía que el corazón amenazaba con escaparse de la prisión de mi piel. Mantuve un margen de distancia al tomar asiento a su lado y coloqué el resto de lo que cogí de la mochila en ese espacio. Tomó posesión de su capa, la acercó a su nariz y la olfateó. El bufido que brotó sin abrir la boca fue de un hombre normal, no un lobo. Poco rastro de animal le quedaba ya.

Entre mis piernas recogidas, agazapé mi cabeza y la levanté despacio decidida a preguntarle:

—¿Estás... bien?

Un brillo, similar a las llamas que rodeaban el templo, brindando de luz y calor, le surcó los iris verdes. Asintió lentamente con una expresión llena de su fiel y reconocida serenidad contraria a la intensidad de su mirada que arrebataba el aire.

—Sí, lo estoy —respondió, añadiendo una sonrisa afectuosa—Gracias.

Con esas palabras, comprendí que había recuperado su estabilidad mental. Esbocé una sonrisa producto de la pequeña sensación de alivio que no duró suficiente. De nuevo, extendió su mano, pero siendo yo su luz de guía. Alcanzó un mechón de mi cabello, lo dejó resbalar entre sus dedos e intentó tocar más de mí sin éxito, también porque no tenía voluntad en mi cuerpo de cumplir su deseo por los sentimientos y pensamientos que lo apresaban con cadenas; cada grillete se compone por un recuerdo hecho de ruido y sonidos: huesos romperse, piel rasgada, jadeos y gemidos de dolor...Y vinieron las imágenes, de un lobo gigante dirigiéndose a una enclenque como yo que podría arrancar su cabecita con una zarpada. La primera intención amenazadora de un depredador para borrarlo de golpe con un gesto de cariño hecho de baba como un perro a su dueño, como si todo fuera un montaje. Ojalá me equivocara.

Malkolm se arrastró cortando la separación incluida mi respiración. Me aparté un poco de él.

—¿Por qué hiciste eso?

Me miró sin entender a qué me refería y a mi actitud recelosa.

—Me pusiste a prueba —Le acusé con voz temblorosa—. Porque querías saber si tenías razón, que me asustaría de ti nada más ver tu capacidad de cambiaforma. Si es cierto... Te felicito, ganaste nuestra apuesta.

El silencio cayó de inmediato como su mirada hacia el suelo, no culpable, sino pensativo, y la levantó con una fuerza de seguridad arrasadora.

—No te sometí a ninguna prueba en ningún momento.

—¿Y por qué... llegaste a comportarte como si fuera un objetivo de ataque?




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