El alma que nunca se fue

Capítulo 1: La Sombra del Bosque

Nunca pensé que la muerte pudiera sentir algo más allá del vacío eterno que llevo dentro. Y sin embargo, allí estaba, viéndola desde la distancia, como si el universo se hubiera alineado solo para recordarme que incluso aquellos como yo, destinados a la oscuridad, alguna vez pueden anhelar algo más.

Era un día cálido de otoño, la brisa acariciaba las hojas doradas que se caían lentamente de los árboles. Yo la observaba desde la sombra de un roble viejo, la chica curvi, como le llamaban los pocos que la conocían. Nadie sabe cuánto tiempo llevaba observándola, pero el tiempo se disolvió en la quietud de mi existencia. Lo único que importaba era ella.

Era amante de la naturaleza, eso me lo había dicho el viento muchas veces. Recogía flores con la misma dulzura que sus dedos tocaban el agua del río, como si la vida le perteneciera por entero. No podía acercarme, ni un solo paso más cerca, pues sabía lo que sucedería si lo hacía. Mi contacto, mi cercanía, sería su final. Nadie, ni siquiera ella, debía conocer mi verdadera naturaleza. No podía permitir que lo supiera.

Al principio, me escondía entre los arbustos, bajo el disfraz de algún animal inofensivo, un ciervo, una liebre, tal vez. Me mantenía lo suficientemente lejos para no desvelar mi presencia, pero no podía evitar observarla. Verla reír, ver cómo sus ojos brillaban bajo el sol, cómo el viento movía sus cabellos oscuros. Su vida era todo lo que yo nunca podría tener. En mis manos, había solo un vacío infinito.

Un día, por pura curiosidad, se acercó demasiado. Lo supe de inmediato. La intensidad con que me miró me atravesó el alma, aunque no era más que una sombra, algo intangible. Sentí un calor extraño en el lugar donde debía estar mi corazón, y entendí que algo había cambiado. Nunca antes alguien me había visto de tal manera, y eso me aterraba y, al mismo tiempo, me fascinaba.

Quise acercarme, hablarle, pero una fuerza invisible me lo impedía. No podía. Ella tenía derecho a vivir su vida, a caminar por ese sendero lleno de colores y sonrisas, mientras yo permanecía atrapado en la neblina de la eternidad. No podía tocarla, ni siquiera un rosal, ni un pétalo de las flores que ella recogía.

Y así pasaron los días, las estaciones, los años. Yo observaba, siempre desde lejos, y aunque mi alma no sentía, algo en mi ser cambió. Me quedé atrapado en su alegría, en su risa, y por primera vez, me pregunté si podría, aunque fuera por un momento, escapar de la sombra que era mi existencia.

Pero eso, claro, no podía ser posible.




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