El alma que nunca se fue

Capítulo 2: El Peso del Silencio

Había algo extraño en esa sensación que nunca había experimentado. No era dolor, ni sufrimiento, ni siquiera vacío. Era un peso. Un peso que se acumulaba en mi ser con cada día que la veía, que la observaba desde las sombras. Era como si mis propios recuerdos se desvanecieran en su presencia, como si la idea de existir para siempre no fuera suficiente. Lo supe cuando la vi reír, cuando un simple movimiento de su mano acarició una flor, como si no tuviera idea del caos que habitaba más allá de su mundo, más allá de su luz.

Ella era un faro, y yo… yo era la oscuridad. Un ser sin nombre, sin rostro, destinado a recorrer el mundo en silencio. No tenía forma ni cuerpo, solo una esencia oscura que se deslizaba entre los rincones del tiempo, recogiendo almas que ya no pertenecían a este plano. Pero a ella no podía tocarla. No podía hacer nada más que mirarla desde la distancia, como un espectador atrapado en un telón de fondo que nunca podría cruzar.

Mis pensamientos eran como ecos, resonando en el vacío de mi ser. Un vacío que parecía expandirse cada vez que la veía, que la sentía cerca. El bosque donde se adentraba a diario, los árboles que parecían susurrar su nombre, las flores que florecían bajo sus manos, todo era un recordatorio constante de lo que no podía tener. De lo que no podía tocar.

La Muerte, a veces, se siente como un frío que recorre las venas, pero no me había dado cuenta hasta ese momento, mientras la observaba recoger las flores, que no era frío lo que sentía, sino algo mucho más profundo. Un vacío que no podía llenar con el paso de los siglos. No podía dejar de pensar en ella, en su risa, en cómo el viento acariciaba su rostro. ¿Cómo podía alguien tan llena de vida, tan llena de luz, ser tan ajena a mi existencia? ¿Cómo podía estar tan cerca de algo tan… humano?

Cada vez que el viento traía su perfume, una extraña punzada recorría lo que alguna vez podría haber sido mi corazón. No podía más. Me encontraba atrapado en su alegría, en su mundo de colores y risas, mientras yo permanecía atrapado en la oscuridad. Ya no era suficiente con observarla, con ser un mero espectador. Necesitaba más. Pero el precio que tendría que pagar me aterraba. Si me acercaba demasiado, todo lo que ella era, todo lo que ella amaba, desaparecería.

Y eso, era algo que no podía permitirme.

Paseaba entre los árboles con la forma de una sombra, el susurro del viento me llevaba siempre hacia ella. Pero cada paso que daba hacia su mundo me alejaba del mío. Ella nunca me vería como algo más que una brisa, como algo que se disuelve en el aire. Un suspiro en la distancia.

Fue en un atardecer que lo entendí. La vida que ella llevaba era efímera, pero hermosa. Las estaciones pasarían, las flores se desvanecerían, y ella seguiría adelante, siempre viviendo, siempre creciendo, mientras yo permanecía inmutable. Sin cambio, sin evolución, sin amor. No había nadie que pudiera verme como algo más que un ente sin forma, sin emoción. Y me dolió. No dolor como lo entienden los humanos, sino una punzada en lo más profundo de lo que alguna vez fui.

Porque al mirarla, vi todo lo que no podría ser. Vi lo que nunca tendría. Ella amaba la vida, y yo estaba destinado a arrastrar las almas al olvido. Al principio no entendí lo que sentía. Pensé que solo era curiosidad, una atracción vacía, la necesidad de conocer algo que nunca podría comprender. Pero pronto su risa comenzó a llenar los vacíos de mi existencia. Su luz comenzó a difuminar la oscuridad en la que siempre había estado.

La veía en el bosque, entre las flores, entre los árboles, y el deseo se convertía en algo más que solo un impulso. Era una necesidad. Necesitaba estar cerca de ella. Necesitaba sentir su calor, aunque solo fuera por un segundo. Pero cada vez que me acercaba, algo dentro de mí se quebraba, como si el universo me recordara que no tenía derecho a tocarla, a amarla.

Y entonces, un día, la vi mirarme. Fue un simple gesto, casi imperceptible, pero algo dentro de mí cambió. No era el primer día que la observaba, no era el primer atardecer en el que mi sombra la seguía sin poder acercarse, pero ese momento fue diferente. Ella me vio. Y me sonrió. Fue una sonrisa tímida, llena de curiosidad, como si algo la llamara a mi presencia, como si, aunque no comprendiera lo que veía, había algo en mí que le parecía familiar.

Mis pensamientos se nublaron. ¿Qué debía hacer ahora?

Sentí un dolor sordo, una presión en mi pecho, una necesidad de hablar, de decirle algo. Pero sabía que no podía. Sabía que mi voz no podía cruzar la barrera entre lo que soy y lo que ella es. Mi mundo y el suyo nunca se tocarían. Y aún así, me quedé allí, en la penumbra, deseando ser algo que no era, deseando más que todo lo que jamás podría tener.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.