El alma que nunca se fue

Capítulo 3: El Encuentro de las Sombras

La idea de acercarme a ella comenzó a consumir mis pensamientos como una llama que no se apaga. Cada día que pasaba, mi ser se fragmentaba más, desgarrado por la idea de permanecer en la oscuridad, lejos de su luz. Era como un sueño imposible, una fantasía que se desvanecía tan pronto como intentaba alcanzarla. La miraba desde la distancia, casi con desesperación, pero no podía evitarlo. Ella estaba allí, en su mundo lleno de colores, mientras yo era una sombra en la esquina de su vida. Un espectro que no pertenecía a su realidad.

Una tarde, mientras ella recorría el sendero cubierto de hojas doradas, algo en mí cambió. Fue como si la barrera invisible que siempre nos separaba se debilitara por un segundo, como si la distancia entre ella y yo fuera tan delgada como una respiración. Y entonces lo supe. Tenía que hablarle.

La vida, la muerte, todo lo que conocía, todo lo que había sido mi existencia hasta ese momento, desapareció por completo en ese instante. ¿Por qué no intentar cruzar esa línea? Si no lo hacía ahora, el tiempo seguiría desvaneciéndose como la niebla, y nunca tendría la oportunidad de conocerla de verdad. Pero el miedo me envolvía. Miedo a lo desconocido, miedo a lo que podría pasar si me acercaba demasiado.

Me transformé. Dejé mi forma etérea, la que nunca sería entendida, y tomé una apariencia más… humana. Algo simple, algo que no despertara sospechas. Un hombre común, con ropas gastadas y una mirada cansada. Lo suficientemente insignificante como para pasar desapercibido, pero lo suficientemente real como para que pudiera hablarle.

El cambio me sorprendió. Al principio, fue como si estuviera observándome desde fuera, como si mi ser ya no me perteneciera. La muerte había adoptado una forma mortal, y la ironía de ello no se me escapaba. ¿Qué era, realmente? ¿Un ser que se desvanecía en el aire, o algo que podía tocar, sentir, ser visto? La pregunta me atormentaba, pero no podía detenerme. Tenía que hablarle.

Me acerqué a ella mientras recogía flores cerca del arroyo. La luz del atardecer iluminaba su rostro, haciéndola brillar como una estrella en un cielo limpio. Me detuve a unos pocos metros, mi respiración, aunque humana, se sentía pesada, nerviosa. Sabía que algo en mi interior latía con fuerza, aunque mi corazón, en realidad, ya no existiera.

“Hola,” dije, alzando la voz lo suficiente para que me oyera. Mi tono sonaba extraño, casi vacilante. No estaba acostumbrado a usar palabras, a comunicarme de esta manera. Mi existencia era la de un susurro en la oscuridad, no la de un hombre que caminaba entre los vivos. Pero ahí estaba, hablando con ella. “No quería asustarte. Solo… quería decirte que… te he visto muchas veces por aquí.”

La chica levantó la vista, sorprendida por mi voz. Sus ojos brillaron con una mezcla de curiosidad y cautela. No entendía lo que estaba sucediendo, pero sus labios se curvaron hacia arriba en una sonrisa tímida. Me miró con esos ojos que destilaban una dulzura inalcanzable para alguien como yo.

“¿Me has visto?” preguntó, un brillo de incredulidad en su tono. “¿Quién eres? No te había visto antes.”

“Soy… un viajero,” respondí, buscando las palabras adecuadas. Mi mente estaba nublada por la cercanía de ella, por el deseo de no asustarla, de no romper el hechizo que se había formado entre nosotros. “He estado por estos lugares, pero nunca tan cerca. No quería interrumpir.”

No pude evitar mirarla de cerca, estudiar su rostro mientras hablaba. Era tan viva, tan llena de energía. Cada palabra que pronunciaba parecía llenar el espacio con una luz cálida, como si el sol se hubiera refugiado en su voz. La idea de que alguna vez la perdería me devastaba, aunque no lo entendiera por completo aún. El hecho de que ella no pudiera nunca saber lo que yo era, lo que me impedía tocarla, me desgarraba. Pero allí estaba, viéndola. Hablando con ella.

“¿Te gustan las flores?” pregunté, casi como una excusa para mantener la conversación.

“Me encantan,” respondió, agachándose nuevamente para recoger una flor, esta vez mirándome de reojo. “Las flores me hacen sentir… conectada con el mundo. Como si todo tuviera sentido.”

“Eso suena… hermoso,” musité, casi sin saber qué decir. Y en ese momento, me di cuenta de que, en algún lugar lejano y profundo, lo que sentía no era solo fascinación, sino una necesidad abrumadora.

Ella me miró, de nuevo con una sonrisa suave. Parecía tan natural, tan plena en su simpleza, que me pregunté si alguna vez entendería lo que estaba sucediendo en mi interior. Lo que significaba su presencia para mí.

“¿Tú no recoges flores?” preguntó, rompiendo el silencio que se había formado entre nosotros.

“Yo…” dudé. Mi mente, por un momento, se nubló. “No puedo tocarlas. No como tú.”

Sus ojos se fijaron en mí, con un destello de confusión. No entendía lo que quería decir. Pero la conversación quedó suspendida en el aire, y por un segundo, el tiempo dejó de importar. Solo estábamos los dos, en ese rincón del mundo, donde nada más existía.




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