El tiempo pasó de manera diferente para mí. Los días parecían desvanecerse, como sombras que se arrastraban por un campo interminable, mientras cada momento que pasaba junto a ella me hundía más en el deseo de poder tocarla, de poder sentir algo, cualquier cosa que me conectara con esa vida tan vibrante que ella representaba.
Hoy, ella me había invitado a caminar por el bosque. Había algo en su voz, una calidez, una esperanza, que me hizo seguirla sin pensarlo. Sabía que no debía, que no podía acercarme demasiado, pero sus ojos brillaban con tal sinceridad que, por un momento, casi olvidé lo que era.
"Ven," dijo, extendiendo la mano hacia mí. No sabía si era consciente de lo que eso significaba, de lo que su simple gesto podría hacerme sentir. Pero allí estaba, mirando con curiosidad y una sonrisa amplia, como si todo fuera sencillo, como si todo fuera posible. Como si yo fuera algo más que la muerte.
Pero no podía. No podía tomar su mano, ni siquiera acercarme a ella demasiado. La mentira, esa pequeña excusa que había construido, me mantenía alejado, me mantenía en mi lugar.
"Lo siento," murmuré, apartando la mirada. "Recuerda… mi… condición."
Ella frunció el ceño, como si no pudiera entenderlo del todo, pero no insistió. En lugar de eso, asintió lentamente, como si la idea de caminar sola por el bosque no la desanimara. "Está bien. Caminaremos juntos de todos modos. Pero prométeme que algún día dejarás que te ayude, que me dejes acercarme. No me importa lo que tengas. Todos tienen algo, ¿no?"
Sus palabras fueron suaves, pero golpearon con la fuerza de un trueno en mi pecho. Todos tienen algo. Esa simple frase me hizo cuestionarme si realmente tenía algo, si acaso yo era alguien que mereciera la atención de alguien como ella. Después de todo, no era más que una sombra, una presencia que arrebataba lo que tocaba, que no podía tocar nada que tuviera vida.
A pesar de la distancia que había entre nosotros, ella comenzó a caminar por el sendero, sus pasos firmes y alegres, como si no hubiera preocupación en el mundo. Yo la seguí, a una distancia segura, observando cada movimiento, cada gesto. La forma en que sus manos se movían para apartar las ramas, la forma en que su cabello brillaba con los últimos rayos del sol, como si ella misma estuviera hecha de luz.
"¿Sabes?" preguntó, sin volverse a mirarme. "Me encanta caminar aquí. Hay algo tan… tranquilo, tan en paz. A veces siento que todo está bien cuando estoy aquí. Como si fuera el único lugar donde las cosas realmente tienen sentido."
Me quedé en silencio, luchando contra la presión en mi pecho. Si pudiera, si tan solo pudiera tomar su mano, sentir ese momento de tranquilidad a su lado, tal vez también podría creer que las cosas tienen sentido. Pero no podía. No podía romper la regla, ni siquiera por ella.
"¿Y qué piensas tú?" preguntó de nuevo, sin detenerse, con una ligera sonrisa en sus labios. "¿Tú crees que hay algo después de esto? Después de la vida, digo."
Su pregunta me sorprendió, y por un momento, me sentí fuera de lugar. Cómo explicarle a alguien que todo lo que yo conocía era el final, que mi existencia era la que traía ese final a todo lo que tocaba. ¿Cómo podría decirle que, para mí, no había nada más allá de la oscuridad, más allá del vacío?
"No lo sé," respondí, mi voz más baja de lo que esperaba. "A veces creo que… hay cosas que simplemente no están hechas para entenderse."
"Eso suena como una respuesta de alguien que ha visto mucho," dijo, mirándome por fin. "¿Has visto mucho, verdad?"
Mi corazón dio un vuelco, y por un momento, sentí que la verdad se me escapaba de los labios. Quería decirle tanto. Quería contarle todo, pero no podía. No podía cargarla con esa verdad, con ese peso. Ella debía seguir viendo en mí lo que no era, lo que quería ser. Un amigo, una presencia cálida, un ser que podía caminar a su lado sin miedo.
"Sí," dije finalmente, mi voz temblando levemente. "He visto mucho. Pero no todo es como parece."
Ella sonrió, un gesto triste, como si entendiera que había algo que no decía, pero sin insistir. "Quizá uno de estos días me cuentes todo eso, ¿no?"
"Quizá," murmuré, incapaz de decir más. El miedo se apoderó de mí de nuevo, ese miedo a perderla, a arrastrarla a mi oscuridad, a que ella conociera la verdad y, con ella, se alejara para siempre.
Caminamos durante horas, el sol descendiendo poco a poco, cubriendo el bosque con sombras alargadas. Y, aunque no podía estar cerca de ella como deseaba, aunque mis dedos se mantenían a una distancia interminable, sentí algo que nunca había experimentado antes. Algo más allá de la soledad, más allá del vacío que siempre había conocido.
Era el miedo. El miedo de perderla. El miedo de que, si dejaba que se acercara demasiado, si le mostraba siquiera un pedazo de mi ser, ella dejaría de sonreír, de caminar al lado mío. Y lo que más me aterraba era que, incluso si ella me amaba, si yo la amaba con la misma intensidad, eso nunca sería suficiente.
Era demasiado tarde para mí.