El frío del inframundo se sentía más punzante mientras caminaba entre los pasillos interminables, como si todo lo que me rodeaba intentara devorarme, ahogarme en su oscuridad infinita. Cada paso era un recordatorio de lo que había sido antes de ella. Antes de que Charlie cruzara mi existencia con su luz. Un recordatorio de que no podía ser, que no pertenecía aquí. No pertenecía al mundo de los humanos, pero mucho menos al de los dioses.
A pesar de las advertencias de Hades y las deidades menores, algo en mi interior seguía deseando lo que no podía tener. La tentación de regresar, de ver su sonrisa nuevamente, de escuchar su risa como el viento a través de las flores. Todo lo que había conocido en los siglos transcurridos parecía desvanecerse a la luz de lo que había comenzado a sentir. El amor no era un sentimiento al que la Muerte tuviera derecho, o al menos, así lo habían dicho siempre.
¿Pero acaso se podía controlar lo que se sentía?
Me detuve en uno de los corredores más oscuros del inframundo, donde las sombras susurraban y las almas perdidas rondaban sin propósito. Aquí, las voces de los que habían caído en el olvido parecían arrastrarse a mis pies, como si intentaran aferrarse a algo, cualquier cosa. El eco de mi propia existencia era lo único que me acompañaba.
Tomé una bocanada profunda, como si necesitara sentir la crudeza del aire del inframundo para despejarme, para recordar lo que era realmente. Pero al instante, la imagen de ella, de Charlie, invadió mi mente. Sus ojos brillando bajo el sol, su risa flotando sobre el viento, la manera en que hablaba con las flores. Todo en ella estaba vivo, vibrante, lleno de lo que yo nunca podría experimentar.
"¿Qué estás haciendo?" preguntó una voz rasposa, interruptora, que me arrancó de mis pensamientos.
Era Maeron Darrow, mi mentor en el inframundo. A lo largo de los siglos, había sido una de las pocas entidades que comprendía la naturaleza compleja de mi existencia, incluso si a menudo se mantenía distante. Había estado a mi lado cuando caí en los reinos del inframundo y me formaron, cuando tomé el rol de la Muerte.
"Estaba reflexionando," respondí en voz baja, mi mirada fija en el vacío.
"Ya lo sé," dijo Maeron, acercándose lentamente. "Y también sé por qué lo haces."
Lo miré, pero no dije nada. No tenía que decir nada. Él lo sabía.
"Tu insensatez te está consumiendo, Muerte," dijo, casi con una leve sonrisa que apenas se asomaba en sus labios. "No eres humano, aunque la quieras creer. No eres uno de ellos. No puedes."
"Lo sé", respondí, cada palabra pesando en mi garganta, como si de alguna manera eso me pudiera liberar de lo que sentía. "Pero... ¿por qué no puedo?"
Maeron dio un paso hacia mí, su mirada penetrante fija en la mía. "Porque eso no está en tu naturaleza. Los humanos son efímeros. Y todo lo que tocas, todo lo que intentas retener, se desvanece."
La dureza de sus palabras me atravesó, pero algo dentro de mí se rebeló. "¿Acaso no se desvanecen todos? ¿No es eso lo que hacemos? ¿Lo que soy? ¿No es todo un ciclo de pérdida?"
El rostro de Maeron se endureció. "Sí, pero tú eres la que recoge las piezas rotas. El que les da el descanso que tanto necesitan. Si rompes las reglas del ciclo, si permites que algo que no debe existir entre ustedes, el equilibrio se deshace. Y ya sabes lo que ocurre entonces."
Lo sabía. Lo había visto antes, con aquellos que desafiaron la naturaleza de las reglas del inframundo, con aquellos que creyeron que podían cambiar el curso del destino. Pero no entendía cómo... cómo podía simplemente ignorar lo que sentía, cómo dejar ir lo que ya se había encarnado dentro de mí.
"No es tan fácil, Maeron," murmuré, más para mí mismo que para él. "No quiero perderla."
Él suspiró, dándose vuelta, como si no quisiera confrontar la verdad de mis palabras. "No me pidas que lo entienda, Muerte. Yo soy lo que soy, y tú también lo eres. El amor no es parte de tu existencia. No te engañes con fantasías humanas."
"Lo sé," respondí de nuevo, casi sin convicción. "Pero no puedo dejar de pensar en ella. La veo en todo lo que hago."
"Lo que pasa con ella, lo que suceda, no te pertenece," dijo Maeron, su tono grave. "Y eso es lo que te arrastrará al desastre. Porque, al final, el amor no es más que una ilusión para las almas mortales. El tiempo es tu único enemigo. El tiempo lo consume todo."
Una pequeña chispa de angustia se encendió dentro de mí. La mirada de Maeron era dura, pero su consejo venía desde una lógica que, aunque no lo deseara, sabía que tenía razón. No pertenecíamos a ese mundo. No pertenecíamos a su mundo.
"Y si no pudiera hacer nada?" pregunté en un susurro, buscando una respuesta, aunque sabía que no la habría. "¿Qué pasará si la dejo ir?"
Maeron me miró con una mezcla de compasión y lástima. "Eso depende de ti. Pero... el precio será más grande de lo que imaginas."