El inframundo había comenzado a asfixiarme. Aunque las sombras siempre habían sido mi compañía, la soledad se había convertido en una carga insoportable. Maeron había sido claro en sus advertencias: no puedes quedarte con ella. Pero el peso de esas palabras no hacía más que empujarme hacia la superficie, hacia el lugar donde el aire no me quemaba, donde el sol no me desintegraba, pero donde su risa, su esencia, su ser, me llamaba con una fuerza que no podía ignorar.
Había prometido que no lo haría. Había decidido que mi lugar estaba aquí, entre las almas perdidas, entre los ecos de los que nunca tendrían oportunidad de redención. Pero cuando cerré los ojos esa noche, lo único que vi fue ella. Charlie. Su rostro brillante, su risa llenando el vacío. La memoria de su calidez se convirtió en la aguja que me pinchaba, que me mantenía despierto en las horas más oscuras de la eternidad. No puedes, no puedes, me decía mi interior. Ella no es para ti. Pero cada vez que esa voz callaba, la visión de su rostro se hacía más clara. Su curiosidad. Su alegría.
Así que decidí ir a buscarla, nuevamente. Me prometí que solo sería por un momento, solo una vez más, solo para verla. No podría hablarle, no podría tocarla, no podía permitir que nada de lo que soy la tocara a ella. Pero podría verla. Podría, al menos, tener la imagen de su ser grabada en mi mente mientras me alejaba, mientras regresaba al lugar al que pertenecía.
Cuando llegué, el aire era más fresco de lo que recordaba, y el paisaje de la pradera me recibió con una quietud inquietante. No era el lugar que mi existencia debía habitar. Pero, ¿dónde más podía ir? ¿A dónde más podía esconderme de esta necesidad que me había comenzado a consumir?
La casa estaba tranquila. El sonido de las hojas movidas por el viento me llegaba como un susurro familiar. Era como si todo el mundo hubiera sido detenido en el tiempo, solo para mí, solo para esta despedida que sabía que no debía suceder.
La vi desde lejos. Ella estaba en su jardín, agachada, observando las flores como siempre, tocándolas con delicadeza, sus dedos acariciando las hojas, los pétalos. Mi pecho se apretó al verla, y por un momento, casi me desvanecí en la sombra para no perturbar la imagen. Pero la necesidad de estar cerca de ella, de saber que estaba bien, que aún era ella, me hizo avanzar.
Cuando me acerqué, ella me vio. Me vio como nunca antes me había visto: no con desconfianza, sino con esa curiosidad que siempre había sido su marca.
"¿Eres tú de nuevo?" preguntó, su voz suave pero llena de una emoción que no pude descifrar. "¿De dónde vienes? No te había visto antes."
Había pasado tanto tiempo, pero en este momento, la Muerte no sabía qué decir. No sabía cómo ser lo que ella quería que fuera, no sabía cómo decirle lo que en realidad estaba sintiendo. No podía ser el que era, no podía ser yo. Pero, aún así, la necesidad de decir algo me envolvió.
"Sí," respondí, con un susurro que casi no se escuchó. "Soy… alguien que ha estado mirando desde lejos."
Ella no pareció alarmada. Solo me miró fijamente, como si las palabras fueran una extensión natural de lo que sentía. "Entonces, ¿quién eres? ¿Qué nombre tienes?" preguntó, dando un paso hacia mí.
El golpe de su pregunta me desconcertó. La Muerte no tenía nombre. Nunca lo había tenido. Como tal, era una idea, un concepto, algo que no podía definirse por un simple nombre. Pero en ese momento, un impulso, una necesidad de pertenecer, me empujó a responder.
"Me llamo... Hades," dije, una mentira que salió de mis labios con naturalidad, como si nunca hubiera sido otra cosa. Y sin embargo, al pronunciarlo, un peso caía sobre mis hombros. No solo porque había inventado un nombre, sino porque sabía a quién estaba tomando prestado ese nombre.
Internamente, me disculpé con Hades. Era él, el rey del inframundo, quien realmente pertenecía a ese título. Y aunque, de alguna manera, ambos compartíamos el dominio de la muerte, yo no era él. Yo no tenía un nombre.
Pero ella no lo sabía. Ella no sabía la verdad, y quizás era mejor así. Porque en ese momento, lo único que importaba era lo que estaba aquí, lo que era capaz de darle.
"¿Hades?" repitió, probando el nombre en sus labios. "Es un nombre raro. Nunca había escuchado uno así."
Lo miré a los ojos. Un atisbo de temor pasó por mi ser, y me sentí como un extraño, como un impostor. ¿Era esto lo que quería? ¿Estar cerca de ella, pero a costa de inventarme algo que no era? Pero su mirada era cálida, curiosa, sin juicio.
"No importa," agregó, con una pequeña sonrisa. "Creo que te queda."
Mi corazón, o lo que quedaba de él, dio un vuelco ante sus palabras. Te queda. Fue como si hubiera dicho que era parte de ella, que encajaba, aunque no lo hiciera realmente.
La angustia, la incertidumbre, se transformaron en una brisa suave al escuchar esas palabras, al ver cómo aceptaba lo que yo había dicho, aunque fuera solo una mentira. ¿Por qué deseaba tanto este pequeño gesto de aceptación?
"¿Por qué me miras así?" preguntó, sin apartar la mirada de mí.
Me quedé en silencio, sin saber qué decir. ¿Por qué la miraba así? Porque ella era todo lo que no podía tener. Porque su vida era lo que yo nunca podría tocar. Porque me había mentido y, al hacerlo, había hecho un pequeño espacio para mí en su mundo.