El Inframundo estaba más sombrío de lo habitual, como si mis propios pensamientos oscurecieran aún más ese lugar. Cada rincón de la sala del trono, con sus columnas de obsidiana y cielos grises como niebla espesa, me parecía más distante. Mi alma, vacía como siempre, ahora se sentía aún más rota, más dividida, como si una parte de mí estuviera perdida en el mundo humano.
Hades observaba en silencio, dejando que mis propios pensamientos se estancaran antes de hablar.
“Sabes lo que has hecho”, dijo finalmente, su voz grave resonando por las paredes. No era una acusación, ni una advertencia. Era solo una constatación de lo evidente.
“Lo sé”, respondí, sin mirarlo, mis palabras pesadas, arrastrándose como si cada sílaba fuera una carga imposible de llevar.
“Ella no es para ti”, dijo Hades, sin malicia, solo una afirmación fría. “Ni tú para ella.”
“¿Por qué me sigues diciendo eso?” La frustración me sacudió, y finalmente lo miré, mis ojos vacíos, pero llenos de algo más profundo. Algo que había comenzado en el instante en que la vi en el bosque, recogiendo flores bajo el sol. "¿Qué quieres que haga? ¿Dejarla ir? ¿Olvidarla? No puedo. No puedo dejarla ir."
Hades se acercó lentamente, sus pasos solemnes, como el sonido de una condena irreversible.
“Eso es lo que debes hacer. Olvidarla. Porque tú no puedes ser lo que ella necesita”, dijo, su tono tranquilo, pero penetrante. “Ella tiene su vida, su camino. Y tú tienes el tuyo. No puedes mezclarlos. No puedes romper las reglas.”
Esas palabras me cortaron como una daga. Lo sabía. Sabía que tenía que dejarla ir, pero en ese instante, mientras Hades hablaba, sentí cómo todo mi ser se desmoronaba, cómo el dolor de la despedida se me clavaba en el pecho, punzante y cruel. Un dolor que nunca antes había sentido.
Apreté los puños, las sombras a mi alrededor oscureciendo aún más mi presencia.
“Me dijiste que no podía tener emociones, que no podía sentir lo que siento por ella”, murmuré, mi voz casi inaudible. “Pero lo siento, Hades. Lo siento en cada parte de mi ser.”
Hades permaneció en silencio por un largo momento. Luego, su mirada se suavizó, si es que eso era posible en él.
“Quizás lo sientas, pero eso no cambia lo que eres. No cambia lo que se espera de ti. La Muerte no debe ser distraída. No debe ser tocada por el amor, porque ese es un lazo que solo condena a quienes lo experimentan. Y tú... eres la Muerte”, dijo lentamente, como una advertencia, pero también con un toque de comprensión que, aunque no lo quería, tocó algo en mí.
“¿Y qué pasa si no quiero seguir siendo solo la Muerte? ¿Qué pasa si no quiero ser nada más que lo que soy?” pregunté, mi voz quebrada por el dolor y la incertidumbre. "¿Qué pasa si el destino no tiene sentido para mí si no la tengo a ella?"
Hades se detuvo frente a mí, mirándome con una intensidad que nunca antes había mostrado.
“Entonces debes estar dispuesto a pagar el precio, y ser consciente de que no hay retorno”, dijo con seriedad, su mirada casi... triste. “Porque el amor, como cualquier otra cosa en este mundo, tiene un costo.”
No supe cómo responder a eso. El silencio entre nosotros fue pesado, como un abismo insondable. Mis pensamientos daban vueltas sin cesar, chocando entre sí. Quería romper las reglas. Quería volver a ella, decirle que me amaba, que no me importaba lo que era. Pero sabía que eso no era posible.
Esa noche, cuando regresé al mundo humano, el aire me recibió frío, más frío de lo habitual. El viento soplaba a través de los árboles, pero no era como antes. Nada era como antes. Cada paso que daba me acercaba a su casa, y cada paso que daba sentía que mi existencia misma se iba desmoronando, como si todo lo que había sido y lo que había creído se desvaneciera con cada centímetro que avanzaba.
Me detuve frente a su puerta, esa puerta que tantas veces había observado, desde la distancia, desde las sombras. Me quedé allí, mirando, sabiendo que no debía cruzarla. Sabía que, si lo hacía, estaría perdiendo todo lo que quedaba de mí mismo. Pero no podía dejarla. No podía seguir negándome a lo que sentía por ella.
Al fin, respiré profundamente, y crucé el umbral.
El sonido de la puerta al abrirse fue suave, pero resonó en mis oídos como un eco de condena. Estaba ahí, en la misma posición en la que la había dejado. Ella no me veía llegar, pero sus sentidos parecían estar alerta, como si supiera que algo iba a suceder.
Me acerqué lentamente a ella, observando cada pequeño detalle de su rostro, de sus manos, de su cuerpo. Ella no se movió, no me miró, pero su presencia era suficiente para hacerme sentir más vivo de lo que jamás me había sentido.
Charlie levantó la vista, sus ojos encontrándose con los míos, y una sonrisa suave apareció en su rostro. No dijo nada, pero lo vi en sus ojos, en esa luz que siempre había estado allí, esperando por mí.
“¿Qué pasa?” preguntó con suavidad, como si esperara una respuesta que ya sabía que no podía dar.
Mi garganta se apretó. Las palabras no salían. Solo podía mirar a esos ojos, esos ojos que me habían destruido y me habían sanado a la vez.
“Charlie…” mi voz fue un susurro, casi un gemido. “Mi nombre no es Hades.”