La batalla entre la Muerte y los Atropos no era solo una cuestión de poder físico. Era un choque de principios, de fuerzas cósmicas que habían existido mucho antes de que las estrellas nacieran o los mortales aprendieran a contar sus días. Cada movimiento que hacía la Muerte desbordaba su esencia, un caos puro que deshacía el orden de las cosas. La corriente del río de las almas comenzaba a torcerse, a romperse, como si el mismo flujo de la vida estuviera siendo arrastrado por una marea de ira y desesperación.
Las Atropos, los guardianes del destino, se mantuvieron firmes. Sus tijeras resplandecieron con una luz que parecía cortar no solo el aire, sino el mismo tejido del tiempo. Pero algo en sus gestos, algo en sus ojos, se había transformado. Ya no eran las figuras que veían todo como una inevitabilidad. Había algo humano, algo vulnerable en sus expresiones, aunque su naturaleza divina seguía intacta.
“Estás rompiendo las leyes del universo”, dijo la primera Atropos, su voz grave, cargada de una tensión que se podía cortar con un cuchillo. “Si no nos detienes, todo se desmoronará. El tiempo mismo se colapsará bajo el peso de tu desafío.”
“Y aún así, lo haré”, respondió la Muerte con firmeza, su mirada ardía con un fuego que no era de este mundo. “Si el tiempo se colapsa, que así sea. Si las reglas deben desmoronarse, entonces será necesario. Porque yo no puedo dejarla ir. No puedo permitir que su alma se disuelva, que su vida se apague sin más.”
Las Atropos intercambiaron miradas, y un silencio profundo se instaló. Era como si las palabras de la Muerte estuvieran resquebrajando el universo mismo, haciéndolas vacilar. Un momento. Un solo momento en el que todo podía cambiar.
“Lo que haces es un sacrilegio”, dijo la tercera Atropos, sus manos temblando ligeramente. “El equilibrio de todo lo que ha sido y será está en juego.”
“Pero el amor... ¿el amor no vale algo?” replicó la Muerte, su voz más suave, más humana que nunca. “¿Cómo puedo aceptar que su alma se pierda cuando la he conocido, cuando la he amado? ¿No hay lugar para esto en el gran esquema de las cosas?”
Las tijeras de las Atropos brillaron, cortando el aire entre ellos, pero en vez de moverse hacia la Muerte, las figuras se quedaron quietas. Sus tijeras caían lentamente, como si no pudieran deshacer lo que ya se había roto.
“Varkael... no te lo va a perdonar,” dijo la primera Atropos en un susurro.
La Muerte no vaciló. No le importaba. No le importaba nada más en ese momento.
“Haz lo que quieras,” dijo, “pero la traeré de vuelta.”
Con un giro de su mano, la Muerte extendió su poder hacia las aguas del río de las almas. Las aguas comenzaron a agitarse, y las almas flotaban a su alrededor, como si el mismo destino hubiera comenzado a sucumbir ante su fuerza. Entonces, con un esfuerzo monumental, la Muerte alcanzó lo que tanto había estado buscando: el hilo que conectaba el alma de Charlie al río, un hilo plateado que brillaba en la oscuridad del inframundo.
El sacrificio comenzó.
La Muerte, con manos temblorosas pero firmes, cortó el hilo de las almas, un acto que se sintió como el fin de todo. El tiempo pareció detenerse, las aguas dejaron de moverse, y las estrellas mismas se apagaron por un segundo, observando con silencio absoluto. En ese momento, el destino de Charlie cambió.
El alma de Charlie, que había estado vagando en el río, comenzó a resurgir, como una flor que florece después de una tormenta. La luz de su ser comenzó a brillar en la oscuridad, envuelta en un resplandor que solo la Muerte podía comprender.
Pero con el brillo de esa luz, algo más se rompió en el universo.
La tercera Atropos, con una expresión de furia y tristeza, levantó sus tijeras, listas para cortar el flujo del río para siempre. “¡No tienes idea de lo que has hecho! Si rompes el equilibrio, lo que has iniciado no tiene fin. El universo entero sufrirá.”
La Muerte, con la mirada fija en el alma de Charlie, no respondió. Solo alzó la mano, y el río se iluminó con una vibración poderosa. El alma de Charlie ya no estaba destinada a irse. Ahora, por primera vez, no era solo un alma más. Era el amor, la vida, el sacrificio de la Muerte misma.
“De eso no tengo miedo,” dijo la Muerte, su voz sonando como un susurro eterno. “Estoy dispuesto a perderlo todo, para no perderla a ella.”
Y así, el equilibrio del universo comenzó a temblar bajo la presión de la decisión tomada por la Muerte. Las Atropos no hicieron nada más que observar, y la corriente del río se detuvo por completo.