El dolor puede cambiar a las personas, o las hace más fuertes o las destruye por
completo, no solo el dolor emocional cambia, el físico es capaz de llevarnos a la locura,
el día en el que Alejandro debía someterse a la abstinencia había llegado, el rey de los
vampiros tenía que entrar a ese calabozo húmedo y solitario, pero no entraría ahí sin
antes despedirse de quien amaba.
Alejandro está frente al amor de su vida, su amada esposa lleva puesto un vestido de
ceda transparente que deja ver su belleza para el deleite de su esposo, el señor de
todo acaricia sus mejillas para después llenarla de besos, susurrándole una y otra vez
lo mucho que la ama, un amante no podría irse sin despedirse de su dueña,
entregándose a ella por completo, no era el placer lo que los unía, era la intimidad del
espíritu, su vínculo perfecto es lo que los hacia inseparables.
—Alejandro yo… —Ginebra es interrumpida por Alejandro quien suavemente la calla, las lágrimas inundan el rostro de su esposa quien se nota terriblemente afligida.
—No digas nada, solo quédate así conmigo.
—Te amo… —manifiesta Ginebra mientras le besa la mano.
—Yo también te amo esposa mía.
—Prométeme que regresaras a mí.
—Nada podría alejarme de ti Ginebra, ni siquiera la muerte.
Las horas que pasaron juntos se sintieron como escasos minutos, Alejandro se despide
de sus hijos con un beso y las últimas palabras que le dirige a su familia son:
—La próxima vez que me vean seré un humano otra vez. —Alejandro esbozó una
enorme sonrisa antes de salir de aquella habitación, tenía la esperanza de volver a
tener un alma, la ilusión de ser igual a Ginebra.
Del otro lado de la habitación, en el gran pasillo lo esperaban Leonardo y Beatriz
quienes lo escoltaron hasta el calabozo, cada uno de los pasos del rey hacían eco en el
silencio que por respeto Beatriz y Leonardo guardaban.
—¿Saben cuál es mi gran deseo? —les pregunta Alejandro con serenidad y añade
—volver a sentir el calor del sol, poder vivir con Ginebra una vida normal y pacífica,
poner una manta en el jardín y tomar el té en el verano, reírnos del calor sofocante para
después tomar algo refrescante mientras la contemplo reír llena de felicidad, mi suegro
me presentaría como su yerno a aquellos hombres distinguidos y yo les hablaría de mis
viajes alrededor del mundo, los años pasarían pintando de color bronce nuestra piel y
entonces Ginebra y yo juntaríamos nuestras cabezas encanecidas mientras nos
decimos el uno al otro lo feliz que fue nuestra vida juntos y entonces, solo entonces
podremos morir en paz.
Beatriz y Leonardo sintieron que el corazón se les estrujaba, nunca antes el rey había
sido tan vulnerable, estaban confundidos porque por extraño que parecía Alejandro se
estaba despidiendo.
—Hemos llegado. —expone Alejandro sereno.
—Sí señor.
—Pueden proceder.
Leonardo encadena a su rey de pies y manos incluso coloco un grillete en su cuello,
estaba encadenado a la pared de aquel oscuro y frio lugar, Leonardo contemplaba de
cerca a su amigo, su belleza, su cabello largo y dorado, su cuerpo fornido y no podía
dejar de preguntarse si aun con toda su fuerza su rey podría salir vencedor de esta
terrible prueba, Beatriz por su parte comienza a invocar un poderoso hechizo de
contención, una vez que este se active no habrá marcha atrás.
—Mi señor… —Leonardo siente una angustia sofocante y le suplica a su amigo que
sobreviva a toda costa.
—Llegó el momento de recuperar mi humanidad.
—Que la victoria lo acompañe majestad. —Beatriz activa el hechizo y una luz azul
rodea a Alejandro para después apagarse, el momento de dejarlo solo había llegado, la
lucha por su supervivencia había iniciado, el rey de todo se enfrentaría a la prueba más
grande, el fuego de una sed no saciada.
Leonardo y Beatriz salen del calabozo tratando de contener sus emociones, lo mínimo
que podían hacer era mostrar fortaleza y confianza por su rey y así pasaron tres días.
—Alejandro, digo, ¿el rey no ha dado signos de nada? —pregunta Víctor preocupado.
—No, no ha emitido ningún sonido. —expone Leonardo con seriedad.
—Ya pasaron tres días… seguro que tiene hambre. —expresa Ginebra mientras
aprieta los puños nerviosa.
—Alejandro es inquebrantable, confía en que logrará vencer su sed de sangre. —le
dice Beatriz mientras la abraza.
Los días pasaban y se llegó el décimo día, en este punto Alejandro comenzó a gritar de
desesperación.
—Ginebra… Víctor ve a Ginebra tapándose los oídos para no escuchar los gritos
desgarradores de su esposo, los bebés lloraban asustados y su abuelo se estremecía
de miedo mientras trataba de calmarlos.
—¡Tengo que ir a ayudarlo! —Leonardo forcejea con Beatriz, pero esta le impide que
vaya.
—¡Entiendo cómo te sientes! Pero no puedes intervenir en esto, Alejandro jamás te lo
perdonaría. —los ojos de Leonardo se abren de par en par y aprieta los dientes con
fuerza, escuchar a su amigo le parte el corazón.
A los quince días el rey se retorcía por el ardor en su garganta, la sed lo estaba
volviendo loco.
—¡Me quema! ¡déjenme salir de aquí! ¡necesito alimentarme! —a los veinte días
Alejandro maldecía y comenzaba a forcejear, varias veces Leonardo y Beatriz tuvieron
que asegurarse de que Alejandro permaneciera atado, el cuello lo tenía ceñido y herido
al igual que los tobillos y las muñecas, la bruja de Misfa tuvo que fortalecer el hechizo
de contención varias veces para que Alejandro no lo rompiera.