Nuestros amigos estaban alarmados ante la idea de enfrentarse al Wendigo. Eran conscientes de que podían morir en la batalla, pues ya no eran inmortales. El Wendigo estaba furioso, completamente enloquecido de rabia tras haber perdido un ojo en manos de aquella humana detractora, una traidora a los seres sobrenaturales.
—Malditas escorias… morirán desmembrados por mis hijos —gruñó la criatura.
Se detuvo en las afueras del pueblo de Birdt, envuelto y oculto en la oscuridad. Sus ojos, brillantes y abominables, eran lo único visible entre las sombras que lo cobijaban.
Aquel demonio perverso extendió sus huesudas y alargadas manos, liberando una neblina de un verde resplandeciente que se deslizó por el suelo, infiltrándose en cada rincón del barrio más pobre de Birdt. Ese humo infernal envolvió los cuerpos rígidos y desnutridos de los indigentes, quienes se cubrían con viejos y malolientes trozos de tela. Hambrientos y agotados, fueron poseídos por la maldad de la niebla. Enloquecidos por el hambre y el odio, comenzaron a devorarse entre ellos.
De inmediato, aquellos seis desafortunados vagabundos fueron consumidos por una ira profunda sembrada en sus corazones por el ser maligno. Sus cuerpos se transformaron en criaturas delgadas y horrendas: Wendigos hambrientos de venganza y carne humana. Como el Wendigo ya había elegido a sus presas, dejaron intacto el pueblo de Birdt y se escabulleron entre las ramas y copas de los árboles. Iban en busca de sus víctimas.
—¡Ahgr! —aullaban los hombres transformados, ahora conocidos como los Quebrantahuesos. Estas criaturas furiosas gritaban con desenfreno, aterrorizando a todo ser vivo que pudiera escucharlos.
Mientras tanto…
—¿Están listos para salir? —preguntó Alejandro, empuñando una espada.
—Sí —respondieron.
Alejandro había decidido internarse nuevamente en el bosque para evitar que el Wendigo y los Quebrantahuesos invadieran el pueblo que ellos habían fundado.
—Por suerte, esa criatura es rencorosa y solo busca vengarse de nosotros. Dafne, tú también vendrás con nosotros —le ordenó Alejandro con firmeza.
—Sí, amo —respondió ella al instante.
—Necesitaremos tu destreza con el arco, además de que tu vista es excelente.
—¡Sí, señor! —Dafne se ruborizó, feliz de que Alejandro confiara en ella para una misión tan importante. Además, era la única mujer que iría a la batalla.
Blander, Mirten, Levy y Dafne acompañarían a Alejandro. Por su parte, Ginebra se sentía extraña. Quería ayudar a sus amigos y a su esposo. Dafne estaba ocupando el lugar de apoyo que ella siempre había deseado tener, y el corazón le dolía profundamente.
—Muy bien, entonces nos vamos. Yubel, Sifri, protejan a Ginebra, a Víctor y al bebé. Cuento con ustedes —les dijo Alejandro, confiándoles lo que más amaba.
—Sí, señor. No se preocupe por nada, sabemos que regresarán con bien —respondió Sifri.
Alejandro miró a su esposa, que permanecía más callada de lo habitual.
—¿No vas a decir nada? —le preguntó mientras le acariciaba el rostro con ternura.
—Regresen sanos y salvos, por favor… —susurró Ginebra, abatida.
—No te preocupes por nosotros. No pensamos perder contra esas bestias. Además, quiero regresar lo antes posible para recibir mi recompensa.
—¿Qué recompensa? —preguntó Ginebra con seriedad.
—Un beso tuyo, amada mía.
Ginebra se lanzó a los brazos de Alejandro y lo besó con ternura.
—Tendrás muchos más si llegas antes de que el sol salga por completo.
Alejandro le sonrió y se marchó.
—No te preocupes por ellos. Son excelentes guerreros, aunque no lo parezcan. Son difíciles de matar, y además, el amo va con ellos. Por orgullo, no caerán. Todos quieren probar su valía ante él —le dijo Yubel con una sonrisa.
—Confío en ellos, sé que son fuertes. Es solo que me siento mal por no poder ayudarlos en nada. Por mi culpa ustedes están aquí. Sé bien que querían acompañarlos —expresó Ginebra entre lágrimas.
—No llores… —Sifri la abrazó para consolarla.
—¿Me dan un momento a solas? Me gustaría elevar unas plegarias por ellos. Espero que, al menos, mi fe les sea de ayuda —dijo Ginebra con seriedad.
—Ah, sí, claro. Estaremos en la habitación de Reinar —respondieron Sifri y Yubel, dejándola sola.
Ginebra se escabulló hasta su habitación. Había logrado conservar la mitad de la perla que la sirena madre le había obsequiado años atrás. Su mente había ideado un plan para dejar de ser una carga. Tomó su capa y se dirigió al río, llevando consigo la perla. Mientras corría, recordaba una inocente conversación con Beatriz, tres años atrás.
—¿Crees que si me como lo que queda de la perla pueda obtener los poderes curativos que posee? —le preguntó Ginebra con curiosidad.
—¿Quieres comerte esa cosa? ¡Hahaha! ¿Y si es vómito fosilizado de la sirena roja? —se burló Beatriz.
—Ya sé que es una pregunta tonta, pero… ¿al menos hay una posibilidad de que funcione?
Beatriz se quedó pensando un momento antes de responder.
—Bueno… si la comieras con algún brebaje encantado, uno muy potente, entonces creo que sí funcionaría.
—¡¿De verdad?! —el rostro de Ginebra se iluminó con esperanza.
—¿No estarás pensando en comerte esa porquería, verdad?
—Lo he estado considerando desde que la sirena madre me la dio. Si algún día se necesitara, lo haría. Esta perla no durará para siempre, pero si alguien se convirtiera en la perla… entonces su poder sería más eficaz. Así podría ayudarlos a ustedes y a Alejandro.
—No es tan fácil como crees, Giny. Primero tendríamos que ver si eres compatible con la perla, si tu cuerpo puede soportar tanto poder. El dolor interno sería como si tus órganos se desintegraran por un ácido o veneno mortal. Y luego está el riesgo de que todo salga mal y termines peor, con daños internos irreversibles.
—Ya te lo dije… solo era una pregunta tonta.