El Amargo Secreto

Puertas cerradas, secretos abiertos

El día en que cumplí dieciocho años, el mundo me recordó con crudeza que no pertenecía a nadie.

Las paredes del orfanato estaban más frías que nunca. El aire, cargado de humedad y de ese olor metálico de tuberías oxidadas, me despertó antes de que sonara la campana del desayuno. Intenté quedarme quieto, mirando el techo agrietado del dormitorio común, pero el presentimiento en mi pecho era más fuerte: algo se avecinaba, algo que marcaría un antes y un después.

—¡Arriba, Navarro! —la voz de la directora retumbó como un martillazo.

La Sra. Granell nunca sonaba amable. Sus palabras tenían filo, como si estuviera convencida de que los niños abandonados éramos piezas defectuosas que había que mantener bajo llave. Esa mañana, sin embargo, su tono llevaba un matiz extraño: satisfacción.

Me incorporé lentamente en la cama. No era la primera vez que sentía miedo, pero aquella vez el miedo estaba mezclado con incertidumbre. Mis compañeros me miraban de reojo; algunos con pena, otros con alivio. Era “la edad”. Y todos sabían lo que significaba.

Dieciocho años. El fin de la protección legal. El inicio del vacío.

—Hoy firmás tu salida —dijo la directora, mientras me empujaba un sobre manila contra el pecho— La ley es clara. Agradecé que no te tiro a la calle.

—¿Y… dónde voy a vivir? —pregunté, la garganta seca.

Ella sonrió, un gesto torcido que me erizó la piel.

—Tuve la gentileza de conseguirte una entrevista. Casa Archer. Chocolatería. Una institución. Si te aceptan, tendrás techo y comida. Si no… ya no es mi problema.

Un murmullo recorrió la sala. Yo apreté el sobre como si dentro estuviera la llave de mi destino.

No sabía nada de esa chocolatería, excepto que era antigua, prestigiosa y cara. Había escuchado el nombre en las calles del centro, donde las vitrinas mostraban bombones envueltos en papel dorado que yo jamás podría comprar. Ahora, ese lugar sería mi única oportunidad.

La puerta del orfanato se cerró a mis espaldas con un estruendo que me dejó paralizado en la acera. Afuera, la ciudad era demasiado grande, demasiado ruidosa. Personas con abrigos elegantes caminaban sin detenerse, como si yo no existiera.

Apreté los tirantes de mi mochila gastada y bajé la mirada. Dentro llevaba lo único que poseía: un par de mudas, un cuaderno en blanco y un bolígrafo sin tapa. Ese cuaderno me lo había regalado Tía Úrsula, la anciana vecina que a veces nos llevaba galletas. En la primera página, con letra temblorosa, había escrito:

Para que escribas lo que todavía no tiene nombre.

Inspiré hondo y caminé hacia el centro.

Casa Archer apareció ante mí como un palacio en miniatura. Su letrero de latón bruñido brillaba bajo el sol invernal. En las vidrieras se desplegaban montañas de chocolate: tabletas con vetas marmoladas, trufas como pequeños planetas, bombones rellenos que parecían joyas.

No era un simple comercio; era un templo. Y yo estaba a punto de entrar descalzo en una catedral de sabores.

—¿Puedo ayudarte? —una mujer de cabello recogido en un moño firme, delantal blanco y mirada honesta me recibió en la entrada.

—Eh… soy Álex Navarro. Me dijeron que tenía una entrevista…

Sus labios se curvaron en una sonrisa cálida.

—Soy Karin. Jefa de sala. Pasa, cariño.

El interior me envolvió con un olor que casi me arrancó lágrimas: cacao puro, intenso, mezclado con vainilla y café recién molido. Era un aroma que curaba heridas y abría memorias.

—Lávate las manos —indicó Karin— Aquí el chocolate se respeta.

Me condujo hasta un pequeño lavabo. Mientras el agua fría corría entre mis dedos, sentí una mezcla de miedo y esperanza.

—Hoy vas a escuchar chocolate —dijo ella en voz baja, como si compartiera un secreto.

—¿Escuchar? —pregunté, sorprendido.

—Sí. El chocolate habla cuando se rompe. Y cuando se moldea. Si aprendes a escucharlo, nunca estarás solo.

No supe qué responder. Solo asentí.
Entonces, la puerta del obrador se abrió y apareció él.

Orfeo Archer.

Vestía un saco azul marino, con un pañuelo oscuro en el bolsillo y una pulsera roja de hilo en la muñeca. Su cabello negro brillaba bajo la luz cálida del taller, y sus ojos celestes… eran un mar en calma que escondía tormentas.

—Así que tú eres Álex —dijo con voz grave, sin rastro de juicio, solo certeza— Bienvenido a Casa Archer.

Sentí que mis rodillas flaqueaban. No porque fuera intimidante, sino porque me miraba como si de verdad me viera.

—E-encantado —balbuceé.

—Aquí no regalamos nada —continuó él, caminando alrededor de mí— Pero tampoco se te negará nada. Si estás dispuesto a aprender, yo estoy dispuesto a enseñarte.

Un silencio breve se apoderó del lugar. Entonces, sin saber de dónde me salió el valor, respondí:

—Estoy dispuesto.

Orfeo me sostuvo la mirada. Por un instante, juro que el mundo se detuvo. El primer ejercicio fue templar chocolate. Karin colocó una tableta sobre el mármol.

—Derretir, enfriar, devolver el calor. Ir y volver sin perder el brillo —explicó.

Yo obedecí, torpe al principio, pero pronto descubrí algo: cada tableta tenía un sonido distinto al golpearla contra la mesa. Un chasquido agudo, un crujido grave, un eco metálico. Esto suena a vidrio fino, pensé. Este otro, a piedra mojada.

—Buen oído —murmuró Orfeo a mi espalda.

Casi dejé caer la espátula.

—¿Oído? Yo… solo imaginé cosas.

—No. Escuchaste lo que otros ignoran. La cocina es un idioma completo. Y tú ya lo hablas.

Sus palabras me atravesaron como un rayo de sol en invierno.

A media mañana, la campana de la tienda tintineó. Y con ella entró un perfume demasiado dulce, tan empalagoso que me revolvió el estómago. No necesité verlo para saber quién era.

Fausto Sensi.

Un chico rico, de sonrisa venenosa, que me había atormentado durante mis últimos años en el orfanato. El recuerdo de sus manos, de susurros que nunca debieron existir, me quemó la garganta.




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