El reloj de la estación central marcaba las nueve de la mañana cuando llegué nuevamente a Casa Archer. No había dormido mucho, apenas unas horas interrumpidas por pesadillas en las que la voz de Fausto me perseguía entre pasillos interminables. Y, sin embargo, al cruzar la calle y ver el letrero dorado de la chocolatería, algo en mi interior se aquietó.
—Llegaste puntual —me saludó Karin, sonriente, mientras abría la puerta.
El calor del obrador me envolvió de inmediato, alejando la escarcha que aún quedaba en mis huesos. El olor a cacao era más intenso a esa hora, cuando los hornos despertaban y el chocolate derretido comenzaba a fluir en cuencos de cobre.
Orfeo ya estaba allí. Tenía las mangas arremangadas y la mirada fija en una bandeja de bombones recién bañados en glaseado. Sus manos se movían con una precisión casi hipnótica.
—Buenos días, Álex —dijo sin apartar los ojos de su labor.
—Buenos días.
No pude evitar detenerme a observarlo. Había algo en la manera en que se inclinaba sobre la mesa, en cómo sus dedos trazaban formas delicadas sobre el chocolate, que me resultaba magnético. Una combinación de fuerza y ternura.
—Hoy vas a aprender a templar de verdad —anunció Karin—. Lo de ayer fue solo un ejercicio.
Me entregaron una espátula de acero. El chocolate derretido brillaba como lava oscura sobre la superficie de mármol. Siguiendo las indicaciones, lo extendí, lo recogí, lo extendí de nuevo. El movimiento era repetitivo, pero no sencillo: requería ritmo, paciencia, precisión.
—No corras —me aconsejó Orfeo, situándose detrás de mí. Sentí su presencia tan cerca que mi respiración se desacompasó—. El chocolate siente cuando tienes prisa.
Tragué saliva. El calor de su voz me rozó la nuca como una caricia.
—Así —dijo, guiando mis manos con las suyas.
El contacto fue breve, pero suficiente para que un escalofrío me recorriera entero. Me obligué a concentrarme en la tableta, aunque mi corazón latía tan fuerte que temí que se escuchara por todo el taller.
Cuando por fin levanté la espátula, la superficie del chocolate era lisa y brillante, perfecta.
—Lo lograste —murmuró Orfeo.
El orgullo en su tono me desarmó. No estaba acostumbrado a que alguien creyera en mí.
Más tarde, mientras limpiábamos las bandejas, la campana de la tienda volvió a sonar. Me tensé de inmediato, recordando lo ocurrido el día anterior.
Pero no era Fausto.
Era un hombre mayor, con sombrero de ala ancha y un bastón elegante. Traía un aire de importancia, el tipo de cliente que compra más prestigio que dulces.
—El señor Lefèvre —susurró Karin— Antiguo socio de la familia Archer.
Orfeo se acercó a atenderlo, con esa calma elegante que lo caracterizaba. Yo me quedé observando desde la puerta del obrador. El hombre hablaba en voz baja, pero había un filo en su mirada, un brillo de amenaza.
—Las deudas de tu padre no desaparecen con el tiempo —alcancé a oír.
Orfeo se mantuvo erguido, sin perder la compostura.
—Las cuentas de Casa Archer están en orden. Si tiene algo que reclamar, hágalo en los tribunales.
El hombre sonrió con frialdad.
—No hablo solo de cuentas. Hablo de secretos. Y tú sabes de cuáles.
El bastón golpeó el suelo una vez, como un punto final, y luego se marchó. El silencio que quedó fue espeso, casi irrespirable.
—Orfeo… ¿estás bien? —pregunté con cautela.
Él me miró entonces, y por primera vez vi en sus ojos algo más que serenidad: vi cansancio, vi miedo.
—Hay cosas que no deberías escuchar, Álex. Cosas que pueden ponerte en peligro.
Quise responder, pero en ese momento Karin volvió con unas cajas y el tema quedó en el aire.
Esa tarde, mientras me cambiaba para salir, encontré algo en mi mochila que no estaba allí antes: un sobre doblado. Con las manos temblorosas lo abrí. Dentro había una hoja en blanco, salvo por una frase escrita a mano:
Los secretos se pagan con sangre.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. ¿Era Fausto? ¿Era ese hombre, Lefèvre? ¿O alguien más?
Guardé el sobre, sin atreverme a contarlo. Pero esa noche, al escribir en mi cuaderno, las palabras salieron solas:
He entrado en un mundo nuevo. Un mundo que huele a chocolate, pero también a peligro. Y aunque mi corazón late con fuerza por alguien que apenas conozco, siento que estoy caminando hacia un abismo del que tal vez no pueda volver.
Mientras dormía, alguien observaba mi ventana desde la acera. Una silueta quieta, con un cigarrillo encendido que ardía como un ojo rojo en la oscuridad.
Y yo aún no sabía que El Amargo Secreto acababa de abrirse en dos.