El Amargo Secreto

Contrato de Sombras

La madrugada trajo una lluvia fina que parecía escribir con uñas de vidrio sobre los techos. Dormí a saltos, con la imagen del cigarrillo encendido frente a mi ventana clavada en la nuca. Cuando el cielo apenas aclaró, ya estaba de pie, con la mochila al hombro y el cuaderno de Tía Úrsula pegado al pecho como un talismán.

Casa Archer olía más a hogar que nunca. El vaho de cacao y café recién molido selló la grieta del miedo apenas crucé la puerta.

—Puntual como un reloj —dijo Karin, tendiéndome un delantal limpio—. Hoy tenemos cata privada. Oídos atentos y manos firmes, ¿sí?

Asentí. Orfeo estaba en el obrador, mangas arremangadas, una hilera de moldes brillando frente a él. Tenía el gesto concentrado de quien levanta una muralla con las manos.

—Buenos días, Álex —pronunció, y su voz, grave y serena, empujó mis latidos a un cauce más calmo—. Vamos a templar “Luna Azul”. Si sale perfecto, la crítica gastronómica nos escribe una reseña esta misma tarde.

Luna Azul”. La receta insignia de su madre. Chocolates de cascarilla profunda, perfume de cardamomo y una nota casi imperceptible de ralladura de naranja al final. Ayer me había permitido probar uno, y yo había sentido colores: un índigo grave abriéndose a un resplandor dorado.

—Si escuchas que el quiebre suena opaco —dijo Orfeo, colocándose a mi lado—, es que el temperado cayó. Vuelves atrás sin miedo. El chocolate es como el corazón: hay que traerlo de regreso a su temperatura para que brille.

Quise sonreír, pero la frase me perforó en lugares que desconocía. Traer de regreso el corazón a su temperatura.

El baile comenzó. Derretir. Enfriar. Devolver el calor. Deslizar. Recoger. Deslizar de nuevo. Escucha. El chasquido en la prueba: claro, limpio, un “tic” de copo de hielo que se parte.

La campana de la tienda sonó. No miré. Me aferré a la música del chocolate.

—Perfecto —murmuró Orfeo, y su aprobación encendió una lámpara al fondo de mi pecho.

La cata comenzó con tres clientes regulares y una mujer de traje crema que hablaba bajo con un fotógrafo: la crítica. Karin conducía el rito con la elegancia de siempre.

Yo llevaba bandejas. Percibía miradas sin nombre a mis espaldas, y con cada paso respiraba contando números pares. Dos. Cuatro. Seis. Tenía que creer que dentro de Casa Archer nadie podía alcanzarme.

Hasta que un detalle sucio se clavó en mi oído como astilla.

En la mesa lateral, la bandeja de “Luna Azul” no sonó como debía. Un quiebre más grave, un golpe ahogado, un vidrio empañado. No lo pensé. Volé al obrador.

—Orfeo, el baño del lado norte… suena bajo. —Me escuché a mí mismo y me avergoncé de lo ridículo de la frase.

Pero él no dudó. Corrió al tablero. Dos grados por debajo. Giró la perilla y frunció el ceño.

—¿Quién tocó esto?

Nadie respondió. Nadie había entrado. O eso creíamos. Levantó el molde. El brillo era correcto; el sonido, no. En segundos, una producción entera podía arruinarse. Y con ella, la posibilidad de la reseña.

—Álex, conmigo —ordenó— Rehacerán la curva acá, sin perder el pulso. Karin, entretén a la crítica dos minutos.

Fueron setecientos segundos de carrera muda. El mármol parecía respirar. Mis manos también. No corras. Orfeo se colocó detrás, sin invadirme. Su presencia templó mi prisa como si fuese otra barra de chocolate en mi pecho. Cuando probó el quiebre, el chasquido fue una estrella diminuta.

—A tiempo —dijo con una media sonrisa.

Volvimos a la sala. La mujer de traje crema aceptó el bombón, cerró los ojos y la piel se le afinó en el entrecejo, gesto de placer calculado. El fotógrafo disparó tres veces.

—La nota —anunció ella— saldrá hoy. “Luna Azul” conserva su reino.

Karin me apretó la mano bajo la mesa. Yo asentí, pero en el fondo algo seguía chirriando. ¿Quién había tocado la perilla?

La respuesta llegó con un golpe contenido de bastón sobre el suelo.

—Siempre es… conmovedor —dijo una voz— ver cómo la juventud intenta sostener imperios.

El señor Lefèvre había entrado sin que nadie lo anunciara, sombrero de ala ancha, sonrisa de bisturí. Nuestros clientes se disolvieron como azúcar bajo lluvia. Orfeo no se movió.

—Las visitas no anunciadas no son buena costumbre —dijo él.

—Las deudas tampoco —replicó Lefèvre—, pero persisten. Como los contratos.

Lo vi levantar una ceja apenas. Su mirada, de ese color sin nombre entre verde y ceniza, se posó en mí con una curiosidad clínica.

—¿El nuevo es… el egresado? —preguntó.

El frío me recorrió como un hilo de mercurio. “Egresado”. No “empleado”, no “aprendiz”. Egresado. La palabra del orfanato.

—Es mi trabajador —respondió Orfeo, antes de que yo abriera la boca—. Y en esta casa no se hacen preguntas sobre biografías para comprar bombones.

El bastón golpeó una vez más. Tibio. Amenazante.

—No vengo a comprar —dijo Lefèvre—. Vengo a recordar algo que tu padre firmó. “Contrato de tutela para formación de aprendices”. Una alianza con… instituciones amigas. —Sonrió—. La directora Granell, por ejemplo.

El aire del obrador cambió de densidad. Sentí que mi nombre escrito en el sobre de salida me quemaba la piel a través de la ropa.

—No volveremos a esa oscuridad —dijo Orfeo, tan bajo que la frase pareció hecha de plomo—. Si quiere hablar de acuerdos, lo espero con mi abogado.

—Oh, ya hablé con él —bostezó—. Es… un viejo conocido. Siempre lo ha sido.

Un segundo de silencio. Y entonces, rió. Un sonido seco, sin saliva, y se fue.

Karin soltó por fin el aliento retenido.

—Nico no trabaja para esa gente —dijo, ofendida.

—No —negó Orfeo—. Pero los conoce desde antes de mí. —Y mirándome—: No estás solo aquí, Álex. Y no eres de nadie.

Las palabras me sostuvieron, pero apenas. Porque aún llevaba en la mochila, oculta en el bolsillo interno, la hoja que había encontrado anoche: “Los secretos se pagan con sangre.” Y el pulso de la amenaza latía justo debajo de mi esternón.




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