La lluvia seguía tamborileando contra los ventanales de Casa Archer cuando nos quedamos solos. El teléfono aún colgaba de su cable, oscilando lentamente como si la voz de aquella mujer lo hubiese dejado embrujado.
Yo no podía apartar de mi mente la palabra que había resonado en el aire como una campana rota: mamá.
Orfeo se había quedado quieto, con la mandíbula tensa, mirando la nada. Y entonces me miró a mí.
—Álex… si esa voz era lo que creo… —tragó saliva, los ojos celestes oscurecidos por un peso invisible — entonces no solo están jugando con nosotros. Están jugando con nuestra sangre.
Sentí un golpe seco en el pecho. ¿Hermano? ¿Madre? ¿Qué significaba todo aquello?
Pero no pregunté. Porque en ese momento lo único que podía ver era el miedo detrás de los ojos de Orfeo. No era el miedo por sí mismo. Era miedo por mí. Me acerqué un paso. Su mano estaba sobre la mesa, rígida, como un guante de mármol. La cubrí con la mía.
—No sé qué diablos pasa —susurré—. Pero sí sé algo: no quiero perderte.
Su mirada se quebró. Y por primera vez, Orfeo Archer dejó que la coraza se resquebrajara.
—Tampoco yo, Álex. No desde que entraste por esa puerta. —Su voz bajó, tan íntima que sentí el aire temblar—. Contigo todo tiene sentido. Hasta el caos.
Mi corazón golpeó con tanta fuerza que pensé que se oiría desde la calle.
Las horas siguientes fueron una danza de confesiones en silencio. Sentados en el obrador vacío, Orfeo me contó fragmentos de su infancia, de la madre que había muerto demasiado pronto, del padre que había dejado más deudas que recuerdos. Yo le hablé de los pasillos grises del orfanato, de cómo aprendí a fingir indiferencia para no romperme.
Y entre palabra y palabra, la distancia se fue borrando. Cuando nuestros hombros se rozaron, no fue casual. Fue inevitable.
—No quiero que pienses que estoy aprovechándome de ti —dijo él, con una seriedad que me hizo sonreír con tristeza.
—¿Aprovecharte? —negué—. Si no fuera por ti, seguiría creyendo que no merezco nada.
Orfeo me sostuvo la mirada. Y ese instante, el mundo entero desapareció.
El primer roce de sus labios sobre los míos fue tan suave que dolió. Como si temiera romperme. Pero yo ya estaba roto, y en ese contacto encontré la única forma de recomponerme.
El beso creció con urgencia contenida, con la necesidad de dos almas que habían esperado demasiado. Y en medio del sabor del cacao y de la tormenta, descubrí que incluso lo amargo podía ser hermoso si se compartía.
No hubo tiempo para más. Un golpe violento en la persiana de la tienda nos hizo saltar.
Karin entró corriendo, empapada, con el rostro desencajado.
—¡Tienen que ver esto! —jadeó.
Salimos a la calle. En la pared de enfrente, bajo la lluvia, alguien había pintado con aerosol rojo una frase:
El hijo del cacao no puede escapar de su herencia.
El frío de la noche me atravesó como cuchilla. Orfeo me cubrió con su abrigo, furioso.
—¡Cobardes! —rugió hacia la nada— Si quieren enfrentarse, que lo hagan conmigo.
Pero yo sabía, en lo más profundo de mi ser, que el mensaje no era para él. Era para mí.
Esa madrugada casi no dormimos. Nico llegó al amanecer, tomó fotos de la pintada y maldijo en voz baja.
—Esto no es solo hostigamiento. Es una declaración de guerra —dijo— Y la están librando en tu piel, Álex.
Orfeo apoyó una mano en mi hombro, firme.
—No voy a permitir que lo toquen.
Nico lo miró con gravedad.
—Entonces tendrás que prepararte para algo peor. Porque lo que buscan no es dinero. Buscan raíces. Y esas raíces están en tu historia, Álex. Una historia que quizá ni tú ni él están listos para escuchar.
El silencio se volvió insoportable. Y fue entonces cuando lo supe.
Por mucho que temiera el pasado, había algo que temía más: perder a Orfeo antes de saber la verdad.
Esa noche, cuando abrí de nuevo mi cuaderno, encontré una hoja que no recordaba haber escrito. La letra era mía pero no. Y decía:
“Nos vemos en el orfanato. Medianoche. Firma con tu sangre, o perderás a quien amas.”
El papel olía a cacao.