El amanecer encontró a Orfeo y a mí en el obrador, rodeados de mesas aún manchadas de cacao y moldes apilados. No habíamos dormido casi nada. Entre confesiones, besos y silencios que decían más que cualquier palabra, el tiempo se deshizo como azúcar en agua caliente.
Orfeo me sirvió una taza de chocolate espeso, coronada con espuma blanca.
—¿Sabes? —dijo, tendiéndomela—. El cacao guarda un secreto: su amargura puede transformarse en dulzura si se mezcla con lo justo. Así es contigo, Álex. Contigo todo lo amargo de mi vida sabe distinto.
No supe responder. El calor de la taza en mis manos apenas alcanzaba a disimular el incendio que esas palabras habían encendido dentro de mí.
—No soy especial… —musité.
Él me miró con intensidad, como si quisiera arrancar esa idea de raíz.
—Lo eres para mí.
Su voz tembló al pronunciarlo. Y entonces comprendí que Orfeo Archer, tan firme ante todos, era humano y frágil conmigo.
Los días siguientes fueron una secuencia de descubrimientos. Compartíamos risas al volcar chocolate accidentalmente en la ropa, caminábamos juntos por las calles húmedas de la ciudad y, en las noches, Orfeo me enseñaba a identificar sabores con los ojos cerrados.
—Esto es cardamomo —decía, colocando un pequeño trozo en mis labios.
—Sabe a bosque y a invierno —respondía yo.
—Y esto es canela.
—Como una tarde de infancia.
Las risas se convertían en susurros, los susurros en caricias, y pronto las caricias en besos que me dejaban sin aire. La pasión crecía entre nosotros como el fuego en una hoguera bien alimentada: imposible de apagar.
Sin embargo, no todo podía ser perfecto.
La tarde en que Orfeo me invitó a acompañarlo a un evento social en el centro, sentí que entraba en un mundo que no era el mío. La sala estaba iluminada con lámparas de cristal, y los asistentes llevaban trajes de diseñador, relojes caros y sonrisas de conveniencia.
Yo, con mi chaqueta prestada por Karin, me sentía fuera de lugar. Fue entonces cuando apareció Damian Leclair. Alto, rubio oscuro, ojos verdes como cristal y un porte aristocrático que parecía hecho para dominar cualquier salón. Saludó a todos con familiaridad, hasta que sus ojos se posaron en Orfeo.
—Orfeo Archer… —pronunció su nombre como si lo saboreara—. No esperaba encontrarte aquí.
Orfeo tensó la mandíbula.
—Damian. Ha pasado tiempo.
Damian me miró apenas, como si yo fuese invisible.
—Veo que has traído compañía… curiosa. —Sonrió, arrogante— Pero supongo que nada serio. Tú siempre supiste lo que te corresponde.
El veneno de sus palabras me atravesó. Orfeo dio un paso hacia él.
—Álex es más de lo que jamás entenderás.
El aire se congeló. Damian arqueó una ceja y dejó escapar una carcajada suave.
—No es de tu clase, Orfeo. Y tú lo sabes. Puedes jugar un rato, pero todos terminan volviendo a su sitio.
Quise responder, defenderme, pero Orfeo fue más rápido. Me tomó de la mano, apretándola con fuerza, y replicó con voz firme:
—Mi sitio está con él.
Damian nos miró con desprecio, pero en el fondo de sus ojos brillaba algo más: un deseo posesivo, peligroso.
—Ya veremos, Archer. El tiempo siempre pone a cada quien donde debe estar.
Esa noche, de regreso en Casa Archer, la rabia me golpeó más fuerte que nunca.
—No pertenezco a tu mundo, Orfeo —dije, separándome— Él tiene razón. Yo soy… yo no tengo nada.
Orfeo me sujetó por los hombros, obligándome a mirarlo.
—¡No vuelvas a decir eso! —su voz tembló, pero no de ira, sino de dolor— Tú eres lo único verdadero que tengo.
El silencio cayó entre nosotros. Y luego, Orfeo me besó con la urgencia de quien teme perderlo todo. El beso fue profundo, intenso, cargado de una promesa que ardía en la piel:
No voy a dejarte.
Cuando por fin se apartó, su frente quedó apoyada contra la mía.
—Álex, no me importa el mundo. Me importas tú. Si alguien se atreve a interponerse, aprenderá lo que significa desafiar a un Archer.
Mi corazón latía desbocado. Quise creerle, y lo hice.
Esa madrugada, mientras dormía en su casa por primera vez, desperté con un susurro en el oído. No era Orfeo.
Una voz desconocida, grave y venenosa, se deslizó en la oscuridad:
Él siempre me perteneció. Tú eres solo un intruso.
Al abrir los ojos, no había nadie en la habitación.