El Amargo Secreto

El sabor del amor eterno

La habitación de Orfeo estaba iluminada apenas por la luz dorada de una lámpara de pie. Las cortinas pesadas dejaban fuera el murmullo de la ciudad y el golpeteo lejano de la lluvia. Adentro, todo parecía suspendido en un silencio cálido.

Yo estaba sentado al borde de su cama, una cama amplia, cubierta con sábanas de algodón blanco que olían a limpio y a cacao, como si el aroma se hubiese impregnado en la tela. Aún me dolían las palabras de Damian, repetidas en mi mente como un eco cruel:

No es de tu clase. Puedes jugar, pero terminarás volviendo a tu sitio.

No lo dije, pero Orfeo lo percibió. Él siempre percibía. Se acercó despacio, sin prisa, como si supiera que la única forma de apagar esa herida era con paciencia y verdad. Se inclinó frente a mí, y sus ojos celestes se clavaron en los míos con una intensidad que me hizo olvidar todo lo demás.

—Álex —dijo, su voz firme, cargada de una pasión contenida—. ¿Sabes lo único que me importa?

—¿Qué? —pregunté en un susurro, temiendo la respuesta.

—Tú. Solo tú.

Las palabras eran tan simples y al mismo tiempo tan enormes que me quebraron por dentro. Bajé la cabeza, pero él me tomó el rostro con ambas manos, obligándome a mirarlo.

—No escuches lo que dice Damian. No escuches al mundo. Si alguna vez dudas, escucha esto: eres lo más importante de mi vida. Nadie más.

Quise responder, pero la garganta se me cerró. Y entonces, Orfeo hizo algo inesperado. Se levantó, caminó hasta la mesa auxiliar y regresó con una pequeña bandeja. Sobre ella, había un cuenco con chocolate derretido, tibio y espeso, que despedía un aroma tan intenso que me mareó.

—Quiero que recuerdes algo —dijo, sentándose junto a mí— El chocolate es amargo en su origen, duro, imposible de disfrutar así. Pero, cuando lo trabajas con paciencia, cuando lo mezclas con lo justo, se transforma en dulzura. Eso somos nosotros, Álex. Venimos de lugares oscuros, de heridas. Pero juntos… juntos somos dulzura.

Hundió un dedo en el cuenco y lo llevó a mis labios. La tibieza del chocolate me sorprendió, su amargura inicial explotó en mi lengua, seguida por la suavidad que se deshacía en dulzura.

—Así sabe lo que siento por ti —murmuró.

El corazón me estalló en el pecho. Tomé el cuenco con manos temblorosas y, sin pensar, hice lo mismo: mojé mis dedos y los llevé a su boca. Orfeo atrapó mi mano con un gesto lento, delicado, y lamió el chocolate de mi piel sin apartar sus ojos de los míos. El gesto fue tan íntimo, tan cargado de deseo, que sentí que las rodillas me fallaban incluso sentado.

—¿Lo sientes? —preguntó, apenas un susurro contra mis dedos.

—Sí… —balbuceé, la respiración entrecortada—. Sabe a nosotros.

Orfeo sonrió, pero no era una sonrisa arrogante ni segura. Era una sonrisa vulnerable, la de un hombre que se entrega sin reservas.

—Entonces grábalo en tu memoria. Graba este momento, este sabor, y cada vez que alguien intente hacerte dudar, recuerda que nadie, absolutamente nadie, puede darme lo que tú me das.

Se inclinó y me besó. El chocolate en nuestras bocas se mezcló con el calor del beso, creando un sabor único: amargo, dulce, intenso. Era un beso que sabía a verdad.

No sé cómo terminamos tumbados en su cama, pero lo recuerdo como si hubiese ocurrido en cámara lenta. Orfeo me recostó suavemente contra las sábanas y se inclinó sobre mí, cuidando cada movimiento como si temiera romperme, como si yo fuese algo frágil. Pero yo quería demostrarle que no era frágil, que estaba dispuesto a entregarme por completo.

—Orfeo —susurré, tomando su rostro entre mis manos— No quiero que dudes nunca de lo que siento por ti.

—No dudo —respondió él con firmeza— Solo necesito que tú tampoco lo hagas.

Volvió a tomar chocolate con sus dedos y lo deslizó sobre mi cuello, trazando un camino tibio que me hizo arquear la espalda. La sensación era intensa, casi eléctrica. Cuando sus labios siguieron el rastro, lamiendo el dulce lentamente, gemí bajito, incapaz de contenerlo.

—Eres mío, Álex —dijo contra mi piel—. No porque te reclame, sino porque me elegiste. Y yo también te elijo, una y otra vez.

Lo abracé con fuerza, hundiendo mis dedos en su espalda.

—Soy tuyo.

El mundo desapareció. Solo existían sus labios, el chocolate, el calor de su cuerpo sobre el mío y esa certeza que me invadía como un río imparable: lo amaba. Lo amaba con cada fibra de mi ser.

La noche se convirtió en un juego de descubrimientos. El chocolate se volvió nuestro lenguaje secreto: trazando palabras en mi piel, dibujando caricias en su pecho, besos lentos que sabían a eternidad. No había prisa, no había miedo. Solo la certeza de que lo que teníamos era real, que ni las sombras del pasado ni las amenazas de Damian podían apagarlo.

—Mírame —pidió Orfeo, sosteniendo mi rostro mientras me besaba—. Prométeme que, pase lo que pase, no dejarás que nadie destruya lo que tenemos.

—Lo prometo —respondí sin vacilar—. Ni el mundo entero podría hacerlo.

Sus labios se unieron a los míos con un ardor renovado, y el beso se volvió cada vez más profundo, más intenso. Sentía que nuestras almas se unían en ese instante, sellando un pacto que ninguna fuerza externa podría romper.

No sé cuántas horas pasaron. Perdimos la noción del tiempo entre risas, besos y confesiones susurradas. Cuando al fin nos quedamos en silencio, recostados uno junto al otro, el cuenco vacío descansaba en la mesa de noche como un testigo silencioso de nuestro amor.

Orfeo entrelazó su mano con la mía y me miró con ternura infinita.

—Álex… tú eres mi hogar.

El pecho me dolió de tanta emoción. Besé su mano y respondí:

—Y tú eres el mío.

Nos quedamos así, en paz, con la lluvia como música de fondo y el sabor del chocolate aún en nuestros labios.

Cuando el sueño comenzaba a vencerme, el teléfono de Orfeo vibró sobre la mesa de noche. Él lo tomó con gesto automático, pero al ver el nombre en la pantalla, su rostro cambió. Era Damian Leclair. El mensaje decía:




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