La mañana amaneció con olor a pan tostado y cacao tibio. Orfeo me despertó rozándome la frente con los labios y una risa baja que me despeinó el alma.
—Tengo un plan —susurró—: hoy no vamos a hablar de nadie más que de nosotros.
—¿Ni de Damian? —probé, a medias en broma.
—Ni de Damian, ni del mundo, ni de la sombra de nadie. Solo tú, yo… y el chocolate.
Sus dedos entrelazaron los míos y, por un instante, creí de verdad que el mundo se reducía a esa cama, a su pecho tibio, al rumor de la lluvia que seguía cayendo como un reloj paciente contra los cristales.
Bajamos al obrador antes de que abrieran las persianas. Encendió la lámpara colgante que pintaba un óvalo dorado sobre el mármol y puso una cacerola al fuego. El cacao comenzó a disolverse en leche y, con él, mis dudas. El vapor nos humedecía las pestañas.
—Hoy te enseño un secreto —dijo—. La ganache que usaba mi madre cuando quería decir lo siento sin palabras.
—¿Y ahora qué quieres decir? —pregunté, sonriendo.
— Estoy”. Y me quedo.
El silencio que siguió fue suave. Añadió nata, un punto de sal, y dejó caer unas láminas de naranja confitada. Me ofreció la cuchara y probé. La dulzura llegó después, como una respuesta.
—Está perfecta —dije.
—No tanto como tú diciendo “está perfecta” —replicó, y apoyó la frente en la mía.
Hicimos un lote pequeño de trufas. Me dejó templar, batir y mancharme. Yo le devolví un beso en cada torpeza: en el dedo untado, en la comisura de los labios, en la punta de la nariz. Reímos. Había algo de rito de iniciación y algo de promesa nupcial en ese juego: trabajar juntos, fallar juntos, volver a intentarlo.
—Quiero que este lugar sea tuyo —dijo de pronto, serio— No como empleado. Como hogar.
—Mi hogar eres tú —respondí, inesperadamente firme.
Sus ojos celestes se abrieron como dos puertas, y supe que esa frase se quedaría viviendo entre nosotros.
Ese mediodía cerramos la tienda media hora para compartir el almuerzo en el piso de arriba. No había manteles de lino ni candelabros: un plato de pasta, dos copas de vidrio opaco y un cuenco de ganache que sobrevivió al desayuno. Comimos mirando la lluvia. Hablamos de tonterías y también de cosas que dolían.
—Cuando dije estoy y me quedo”—aclaró, de golpe, con esa honestidad que me desarma — quise decir pase lo que pase. No voy a esconderte.
—¿Estás seguro? —pregunté, con la sombra de un miedo viejo — Tu mundo… no es amable con quienes no encajan.
—Entonces lo acomodaremos —dijo sencillo— ¿Ves esta casa? La sostendremos con nuestras manos.
Lo besé. No por respuesta, sino por acto reflejo: había promesas que solo se podían firmar con la boca.
Por la tarde, la ciudad dejó de ser una acuarela mojada y comenzó a encender faroles. Karin nos pescó robándonos miradas y chasquidos de chocolate.
—Si van a mirarse así, por lo menos háganlo en la trastienda —bromeó, cómplice—. Ah, y vístanse. Esta noche hay gala.
—¿Qué gala? —pregunté.
—La de la Fundación Gastronómica. Subastas, donaciones, mucho flash, poco criterio. —Guiñó—.Van ustedes dos. Y yo, para soplarles que no se olviden de respirar.
Orfeo asintió. Vi un brillo prudente en sus ojos, como quien mide una ola y decide surfearla.
—Nos viene bien —murmuró—. Es hora de que sepan quiénes somos.
No dijo lo que somos. Dijo quiénes. En esa letra estaba la totalidad.
Antes de salir, pasó algo pequeño y perfecto. Volví a la habitación a cambiarme y, al regresar al obrador, lo encontré de espaldas, abrochándose el puño de la camisa. Tenía el pelo apenas húmedo y una raya de cacao en la muñeca, casi imperceptible, como un juramento escrito a mano. Se la limpié con el pulgar. Él atrapó mi mano en el aire y la besó. No al estilo de salón, sino hondo, en el centro de la palma.
—Para cuando tengas miedo —dijo—. Recuerda este beso. Es mi forma de decirte voy contigo.
—Y yo contigo —respondí — Hasta el final del mundo.
—¿Y de regreso?
—Y de regreso — reí.
Nos miramos largo. El reloj del pasillo marcó el instante con un tic que me supo a chocolate quebrándose perfecto.
Entre luces y cuchillos envainados
El salón del hotel brillaba con lámparas de cristal y mesas vestidas de plata. La aristocracia gourmet era un animal hermoso y afilado: sonreía con los colmillos guardados, olía a perfumes caros y a hambre de foto. Entregaban placas, hablaban de tradición y talento joven. Había camareros uniformados, prensa discreta, influentes con teléfonos que miraban más al lente que a los ojos de la gente.
Entramos de la mano hasta el umbral. Orfeo la apretó un segundo más y, con una respiración corta, la soltó para no convertir el gesto en carnada. No esconderse no tenía por qué ser exhibirse. Yo asentí. Karin, detrás, nos calibraba como quien acompaña a dos bailarines hacia su primera escena.
—Respiren, niños —murmuró—. El resto es coreografía.
Dos pasos adentro, la primera emboscada: Damian Leclair. Perfecto en terciopelo negro, sonrisa de catálogo, copa de champán que no sudaba. Nos recibió como anfitrión, aunque no lo era.
—Orfeo —canturreó—. Estás deslumbrante. Y tu aprendiz… encantador.
—Mi compañero —corrigió Orfeo con el tono exacto de quien coloca una pieza en el tablero.
El brillo en los ojos de Damian cambió, como cuando un violinista al fin consigue la nota que buscaba.
—Oh —dijo—. Entonces hagamos que esta noche sea inolvidable.
No pude evitar una gota de hielo bajándome por la nuca. Orfeo deslizó sus dedos a mi espalda: estoy. Me agarré a ese gesto como a una baranda.
Durante una hora todo pareció normal. Saludamos. Probamos bocados minúsculos que se esforzaban por ser memorables. Escuchamos discursos. Un chef amigo de Orfeo se acercó con calidez sincera; una repostera veterana me apretó las mejillas como a un nieto adoptivo. Hubo una subasta de moldes antiguos; alguien ganó un kit de cacao monovarietal; la cámara de un periódico se encendía y apagaba con pudor. Nada se desbocaba.