El Amargo Secreto

Entre el papel y la piel

El mensaje brillaba en la oscuridad como una herida abierta. “Tu madre no murió. Y yo puedo probarlo.”

Me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, incapaz de respirar. Orfeo dormía a mi lado, su brazo rodeándome con esa fuerza que siempre había sentido como un refugio. ¿Cómo despertarlo? ¿Cómo decirle que lo poco que creíamos cierto acababa de quebrarse otra vez?

Apagué la pantalla, intentando que mi corazón no delatara el temblor en mi interior. Cerré los ojos, pero el sueño no llegó. En su lugar, llegaron preguntas, una tras otra, como golpes de martillo. Si mi madre era Lucía Archer… ¿qué significaba para mí? ¿Qué significaba para él?

La mañana amaneció gris, con un viento helado que se colaba entre las persianas. Orfeo se despertó antes que yo y me encontró mirando el techo, con la carpeta del orfanato todavía sobre la mesa.

—No dormiste nada —murmuró, acariciándome la mejilla.

Negué en silencio.

—Orfeo… —tragué saliva—, si esto es verdad, si tu madre es también la mía…

No terminé la frase. El miedo a pronunciarla era más fuerte que la necesidad de respuestas.

Él se sentó junto a mí, y tomó la carpeta en sus manos como si pesara toneladas. La hojeó de nuevo, repasando la nota desvaída, la foto amarillenta, las firmas incompletas.

—No voy a mentirte, Álex. Esto me golpea igual que a ti. Pero quiero que entiendas algo… —me sostuvo la mirada con esa intensidad que siempre lograba atravesarme—. El papel no manda sobre la piel. Y lo que siento por ti no lo borra ninguna tinta vieja.

Las lágrimas me ardieron en los ojos.

—¿Y si todos piensan lo contrario? Damian ya está esperando que caigamos. Usará esto. Lo sé.

Orfeo me tomó de los hombros, con esa mezcla de firmeza y ternura que lo hacía inquebrantable.

—Que hablen, que inventen, que usen lo que quieran. Yo sé lo que eres para mí: el hombre que amo. Y no pienso dejar que nadie lo ensucie.

Lo abracé con fuerza, escondiendo el rostro en su pecho. Quise creerle. Necesitaba creerle. Pero en el fondo, la sombra del mensaje seguía creciendo.

Los días siguientes fueron una cuerda floja. En la chocolatería, fingíamos normalidad: atendíamos clientes, probábamos recetas, Karin y Nico se movían con más empeño que nunca para mantener todo bajo control tras la inspección. Pero cada vez que nuestras manos se rozaban, había un silencio entre nosotros. Una duda que no se decía, pero estaba allí.

En las noches, cuando compartíamos la misma cama, Orfeo buscaba mi piel con besos que eran más que deseo: eran juramentos desesperados. Me acariciaba como quien intenta recordarme que somos dos y no uno dividido por secretos.

—Álex… —susurraba entre caricias — lo nuestro no es un error. Lo nuestro es destino.

Y yo lo creía, al menos mientras sus labios se fundían con los míos, mientras el sabor del cacao y el calor de su cuerpo me envolvían en una certeza temporal. Pero al amanecer, cuando las luces frías de la ciudad se colaban por la ventana, las dudas regresaban con más fuerza.

El tercer día después de la gala, Damian reapareció. No en un salón brillante, sino en la puerta de Casa Archer, con esa elegancia envenenada que lo acompañaba siempre.

—Qué hermosa imagen —dijo al vernos juntos detrás del mostrador—. Los amantes defendiendo su fortaleza.

Orfeo frunció el ceño.

—No tienes nada que hacer aquí.

Damian sonrió como quien ya ganó.

—Al contrario. Tengo todo. Sabes bien que lo que encontraste en esos archivos no es una casualidad. ¿Cuánto crees que tardará la ciudad en enterarse? ¿Cuánto en señalar a tu “compañero” como un intruso en tu propia sangre?

Sentí que la sangre me abandonaba el rostro.

—Basta, Damian —dije, temblando.

—¿Basta? No, Álex. Apenas comienzo.

Dejó un sobre sobre el mostrador, con la misma calma con la que alguien pide un café.

—Ahí dentro hay pruebas de lo que niegan. Si quieres salvarte, abre los ojos. Si quieres arruinarlo, sigue cerrándolos.

Y se marchó, con esa sonrisa torcida que era peor que cualquier grito. Orfeo tomó el sobre con rabia contenida. Lo sostuvo sobre la mesa, pero no lo abrió.

—No necesitamos esto —dijo, y lo lanzó directo al fuego de la chimenea.

Las llamas devoraron el papel en segundos.

—Lo único que necesito —continuó, mirándome con los ojos brillantes de determinación— eres tú.

El corazón me dio un vuelco. Corrí hacia él y lo abracé, besándolo como si quisiera apagar con mis labios todas las dudas. En ese instante lo supe: Damian podía traer todas las pruebas del mundo, pero nada podía competir con la forma en que Orfeo me hacía sentir que pertenecía.

Esa misma noche, mientras dormíamos entrelazados, mi teléfono volvió a vibrar. El mismo número desconocido.
Un nuevo mensaje.

Si quieres saber la verdad sobre tu madre, ven solo al cementerio central. Medianoche. Lleva la manta azul.

Y yo… aún la conservaba.




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