Las llamas devoraron el sobre con un chasquido seco. Vi cómo el papel se retorcía y ennegrecía hasta convertirse en cenizas que se alzaban como fantasmas en el aire. Durante un segundo, dudé. ¿Y si allí estaba la clave de mi origen, el nombre, la verdad de mi madre?
Pero miré a Orfeo. Estaba de pie junto a la chimenea, con el fuego reflejado en sus ojos azules, como si él mismo ardiera. Y comprendí lo único que importaba: si descubrir esa verdad me alejaba de él, si ponía en riesgo la vida que estábamos construyendo, entonces no la quería.
Me acerqué despacio, rodeé su cintura con mis brazos y apoyé la cabeza en su pecho.
—No necesito saber nada más —murmuré contra su corazón—. Si la verdad me aleja de ti, prefiero no saberla nunca.
Él me sostuvo fuerte, como si hubiera estado conteniendo la respiración hasta ese momento.
—Álex… —su voz tembló con emoción contenida—. Lo que digas, lo que elijas… siempre estaré contigo.
El fuego crepitó como si sellara nuestra promesa.
Las horas siguientes fueron nuestras. Cierres echados, luces bajas, la chocolatería convertida en santuario. Orfeo me llevó a la cocina y, en un acto casi infantil, derramó cacao en polvo sobre el mármol frío. Dibujó un corazón torpe con los dedos y luego lo borró con un beso sobre mi boca.
—El único secreto que quiero guardar es este —susurró, recorriendo mi rostro con caricias que parecían grabar cada línea en su memoria.
El mundo desapareció cuando me recostó sobre la mesa de trabajo, todavía tibia por el calor de los hornos. Sus manos trazaban mi piel como si fuese un mapa, como si quisiera memorizar cada coordenada. El chocolate, derretido en un cuenco cercano, se convirtió en nuestro cómplice. Sus labios me lo ofrecían con dulzura, y yo lo probaba, descubriendo que no había nada más adictivo que el sabor de nosotros dos juntos.
—Damián puede decir lo que quiera —me dijo entre besos, la voz grave, cargada de deseo y certeza—. Puede intentar destruirme, puede intentar hundirnos… pero nunca me tendrá. Porque soy tuyo.
Me quebré en sus brazos. No había miedo que pudiera resistir tanta verdad.
A kilómetros de allí, en la mansión Leclair, las paredes temblaban por la furia de Damián. La copa de vino se hizo añicos contra la pared. El rojo se deslizó como sangre por los paneles de madera.
—¡Maldito huérfano! —rugió, arrojando la botella entera tras la copa—. ¡Un don nadie, un insignificante!
Su respiración era un jadeo rabioso. Golpeó la mesa, volcó los candelabros, y un cuadro se desplomó al suelo. Los sirvientes no se atrevieron a entrar. Sabían que esa furia no debía interrumpirse, que acercarse significaba convertirse en blanco de su violencia. Damián arrancó el mantel de la mesa principal y lo desgarró con las manos desnudas. El eco de su risa rota llenó la sala.
—Todo lo que intento se desmorona… —murmuró, con los ojos inyectados en odio—. Y todo por él.
Tomó un cuchillo de plata que estaba entre los restos del banquete y lo hundió en la madera de la mesa, una y otra vez, hasta dejar el filo mellado.
—Orfeo era mío. Lo vi primero. Me pertenecía. —Su voz se quebró en un susurro enloquecido—. Pero él… él lo arrebató.
Las lágrimas, de pura rabia, se mezclaron con el sudor en su rostro. Entonces, con una calma repentina, se enderezó y sonrió con crueldad.
—Si no puedo tenerlo por amor… lo tendré por odio.
Mientras tanto, en Casa Archer, Orfeo y yo nos refugiábamos en la única verdad que nos quedaba: el amor. Cenamos en el suelo del salón, con platos sencillos y la risa ligera que solo surge cuando uno se siente a salvo en brazos del otro. Después, recostados frente a la chimenea, dejamos que el silencio hablara.
—Álex —dijo Orfeo, en voz baja, jugando con mis dedos— Quiero que pienses en esto:, o sea el futuro. No en los fantasmas del pasado, no en las mentiras de Damian. Sino en el futuro que vamos a construir.
—Lo pienso todo el tiempo —respondí— Y en ese futuro solo estamos tú y yo.
Me besó la frente.
—Entonces, pase lo que pase, lo defenderemos.
Asentí, convencido de que podía enfrentar cualquier tormenta si él estaba a mi lado. A la mañana siguiente, la puerta de Casa Archer amaneció marcada con pintura roja. Un mensaje torcido, escrito con furia:
Si no es mío, no será de nadie.
Orfeo me tomó la mano, y en su mirada vi el fuego del amor… y el inicio de una guerra inevitable.