El Amargo Secreto

El precio del silencio

Las palabras pintadas en rojo frente a Casa Archer aún ardían en mi mente:

Si no es mío, no será de nadie.

Habíamos pasado la noche en vela, reforzando puertas, apagando luces demasiado temprano, mirando las sombras como si todas fueran enemigas.

Aun así, entre el miedo y la rabia, me repetía lo mismo: mientras Orfeo estuviera conmigo, nada podría quebrarnos. Pero esa certeza se rompió al día siguiente.

Damián apareció sin previo aviso, como si la ciudad misma se abriera para dejarlo entrar. No golpeó la puerta, la empujó con arrogancia, y allí estaba: impecable en su traje oscuro, una sonrisa cruel brillando bajo el amanecer gris.

—Buenos días, Orfeo.

La temperatura del salón bajó de golpe. Karin y Nico, al verlo, se tensaron como si hubieran olido pólvora. Yo di un paso adelante, dispuesto a enfrentarlo, pero Orfeo extendió el brazo y me detuvo.

—¿Qué quieres, Damián? —su voz sonaba cortante, como vidrio al quebrarse.

Damián sacó un sobre de su abrigo y lo dejó sobre la mesa con parsimonia.

—Lo que quiero es sencillo. Tú sabes qué contiene este sobre. Y sabes lo que significaría para ti si yo lo mostrara al mundo.

El silencio se volvió insoportable. Orfeo lo miró, y por primera vez vi algo en sus ojos que me desgarró: no rabia, no desprecio… sino miedo. Yo no entendía, no sabía qué podía contener ese sobre, qué secreto era tan poderoso como para quebrar a alguien como Orfeo Archer.

—No lo hagas… —murmuró él, apenas audible.

Damián sonrió con satisfacción venenosa.

—Entonces ya sabes qué debes hacer.

Me miró con descaro, con esa expresión triunfal que me heló la sangre.

—Qué lástima, muchacho. Pensabas que habías ganado. Pero en este tablero, las piezas obedecen a quien conoce las reglas.

—¡Basta! —exploté, avanzando hacia él— No tienes ningún derecho—

Orfeo me detuvo de nuevo, esta vez con un agarre que me dolió en el alma.

—Álex… por favor.

Esas dos palabras, cargadas de súplica, me desarmaron. Nunca lo había escuchado rogar. Damián recogió su abrigo y caminó hacia la puerta con la calma de un verdugo que ya ha dictado sentencia.

—Tienes hasta esta noche, Orfeo. Ya sabes dónde encontrarme.

Cuando se fue, el silencio quedó como un cuchillo entre nosotros.

—Orfeo, dime qué es —suplicé, tomándole las manos— ¿Qué tiene Damián? ¿Qué puede obligarte a callar?

Él bajó la mirada, la mandíbula tensa, los ojos brillantes por algo que no era rabia, sino dolor.

—No puedo, Álex. No puedo decirlo.

—¡Claro que puedes! —le grité, con la desesperación desbordándome—. Sea lo que sea, lo enfrentaremos juntos. Siempre lo hemos hecho.

Me miró entonces, y lo que vi en su expresión me partió el corazón: era amor, un amor feroz y absoluto… pero también resignación.

—No esta vez —susurró—. Si esto sale a la luz… te perdería para siempre.

Sentí que me arrancaban el aire.

—No me perderás nunca —respondí con lágrimas ardiendo en mis ojos — ¡Lo único que me importa eres tú!

Él acarició mi rostro con manos temblorosas, como si quisiera memorizarme en ese instante.

—Yo también… por eso debo hacer lo que Damián quiere.

Retrocedí, como si me hubiera golpeado.

—¿Qué estás diciendo?

El silencio lo dijo por él.

Esa noche, cuando el reloj marcó las doce, Orfeo salió de Casa Archer sin mirar atrás. Llevaba un abrigo oscuro y la expresión de un hombre que va directo al sacrificio. Intenté seguirlo, pero Karin me contuvo con lágrimas en los ojos.

—Déjalo, Álex… si lo sigues ahora, solo lo perderás más rápido.

Golpeé la pared con el puño cerrado, con la rabia y la impotencia devorándome por dentro.

Lo único que sabía era esto: Orfeo iba hacia Damián. Y no iba por voluntad… sino por obligación. Horas después, recibí un mensaje en mi teléfono. Un número desconocido. Una sola frase:

Orfeo ha elegido. Ya no es tuyo.

Y el mundo, otra vez, se derrumbó bajo mis pies.




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