Perspectiva de Álex
La lluvia caía como agujas sobre los tejados cuando salí corriendo detrás de él. Orfeo no quiso que lo acompañara, pero ¿cómo quedarme quieto? Cada paso suyo alejándose era como un desgarro en mi pecho.
Lo vi doblar la esquina hacia la avenida principal y luego perderse entre las luces rojas de los faros. Traté de alcanzarlo, pero el tráfico y el caos de la ciudad lo devoraron. Corrí hasta quedarme sin aliento, el corazón golpeándome como un tambor de guerra. Entonces, una mano fuerte me detuvo.
—Álex —era Karin, empapada bajo la lluvia—. No puedes seguirlo.
—¡No entiendes! —grité, con la voz quebrada—. Damián lo va a destruir.
—Si lo sigues ahora, lo perderás más rápido.
Me derrumbé contra la pared, la garganta ardiendo con un grito que no salió. Lo único que pude hacer fue escribir en mi cuaderno, con la tinta corrida por el agua:
Lo que amo se aleja hacia la oscuridad, y no tengo cómo alcanzarlo.
Perspectiva de Orfeo
El aire en la mansión Leclair olía a vino derramado y a rosas marchitas. Damián me esperaba en el salón principal, recostado en un sillón con la calma venenosa de un depredador que ya atrapó a su presa.
—Sabía que vendrías —dijo, girando la copa entre los dedos.
Cada paso que di hacia él fue una puñalada en mi propia voluntad. Yo no estaba allí por elección. Estaba allí porque no había opción. Porque lo que guardaba en ese sobre… lo que él sabía… tenía el poder de destruir no solo mi vida, sino también la de Álex.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté, con la voz más firme que pude reunir.
—Lo que siempre he querido. —Se levantó despacio, caminando hacia mí—. Que recuerdes que tu destino no lo eliges tú.
Cuando su mano se posó en mi hombro, sentí el peso de cadenas invisibles. No era dolor físico: era peor. Era humillación, era el arrancarme de mi propio amor para entregarme a alguien que no amaba, alguien que solo deseaba verme doblegado.
Me obligó a arrodillarme. No había látigos ni golpes, pero el gesto era más cruel que cualquier herida: me estaba despojando de mi orgullo, de mi libertad.
Por dentro, grité. Grité hasta romperme. Pero por fuera, permanecí inmóvil. Solo un nombre me sostenía en silencio: Álex.
Perspectiva de Álex
La noche se volvió insoportable. Caminé por la ciudad, perdido, con el corazón vacío. Me detuve frente a la mansión Leclair. Sus ventanas brillaban como ojos vigilantes, y detrás de ellas estaba él.
Orfeo.
Mi Orfeo.
Quise irrumpir, romper las puertas, gritar su nombre hasta que viniera conmigo. Pero me quedé paralizado al ver una sombra en el ventanal: dos figuras. Una, erguida y altiva. La otra, inclinada… sometida.
Se me nubló la vista de lágrimas.
—No… no puede ser… —susurré.
El dolor me atravesó como un hierro candente. Saber que estaba allí dentro, soportando lo insoportable por mí, me partía en mil pedazos.
Me apoyé en un árbol frente a la mansión y juré en silencio:
No importa qué tenga Damian. No importa lo que me cueste. Yo lo recuperaré. Lo traeré de vuelta a mis brazos.
Perspectiva de Orfeo
Cada segundo en esa casa era un tormento. Damián me hablaba como si me poseyera, como si mis silencios fueran su victoria. Yo soportaba, no porque quisiera, sino porque sabía que ceder era la única forma de mantener a salvo a Álex.
Pero lo que Damián no sabía era que cada vez que cerraba los ojos, cada vez que me obligaba a bajar la cabeza, yo no pensaba en él. Pensaba en Álex. Pensaba en su risa torpe, en sus manos manchadas de cacao, en sus labios temblando contra los míos. Eso era lo que me mantenía vivo. Damián podía doblar mi cuerpo. Pero mi corazón seguía siendo suyo.
De Álex.
Solo de Álex.
Cuando la madrugada terminó, Orfeo salió de la mansión con los ojos apagados y el alma rota. Me encontró esperándolo en la esquina, bajo la lluvia, con la manta azul que había guardado desde niño. No dije nada. Él tampoco.
Solo nos miramos.
Y en su silencio entendí que me amaba… pero que ya no era libre.