El silencio de la mansión Leclair pesaba como un mausoleo. Allí dentro, Orfeo ya no era dueño de nada: ni de su voluntad, ni de su empresa, ni de su libertad. Cada respiración suya estaba vigilada, cada movimiento medido por los ojos de Damián.
Una mañana, el verdugo decidió dar un paso más.
—Ha llegado el momento, Orfeo —dijo Damián, sosteniendo una copa de vino que parecía sangre bajo la luz—. Quiero que cortes los lazos. Todos.
Orfeo alzó la vista, con el alma rota en sus ojos azules.
—¿Qué… qué quieres decir?
Damián sonrió con frialdad.
—Quiero decir que vas a echarlo. A tu pequeño huérfano. De tu empresa, de tu casa, de tu vida. No volverá a tocar tu chocolate, ni a compartir tu cama, ni a caminar a tu lado.
El corazón de Orfeo se detuvo.
—No… —susurró.
Damián chasqueó la lengua.
—Sabes lo que tengo, Orfeo. Sabes lo que ocurriría si me desobedeces.
El silencio fue un grito. Y en ese grito, Orfeo entendió que no había opción.
El golpe siguiente fue contra Karin. Ella había sido su aliada, su sostén en Casa Archer desde el inicio. Damián lo sabía. Por eso ordenó que desapareciera de su vida.
—Esa mujer es un estorbo. Quiero que la despidas. Hoy. —Las palabras de Damián fueron cuchillas.
—No, Karin no… — Orfeo intentó resistir, pero el brillo peligroso en los ojos de su verdugo lo paralizó.
Karin lloró al escuchar la noticia, aunque intentó ocultarlo tras una sonrisa.
—Orfeo, sé que esto no viene de ti… — susurró, antes de darle un abrazo que él no se atrevió a devolver, por miedo a romperse.
Esa fue la última vez que la vio. Damián mismo se encargó de que Karin no volviera a aparecer en su vida. Nunca más.
Pero nada fue tan doloroso como la orden final. Esa noche, en el despacho de Casa Archer, Álex llegó sonriente, con una bandeja de bombones que había preparado.
—Orfeo, mira… intenté la receta que me enseñaste. Creo que por fin me salió el brillo que tanto buscas.
Orfeo lo miró y sintió que el corazón se le hacía trizas. Álex irradiaba esperanza, amor puro, ese amor que había sido su salvación. Pero las palabras que Damián le había impuesto estaban atragantadas en su garganta, listas para arrancarle el alma.
—Álex… —su voz se quebró, pero endureció el rostro para fingir frialdad—. Esto tiene que terminar.
Álex parpadeó, confundido.
—¿Qué?
—Ya no puedes estar aquí. Ni en la chocolatería, ni en mi casa… ni conmigo.
La bandeja tembló en las manos de Álex hasta caer al suelo, los bombones rodando como lágrimas de chocolate.
—¿De qué estás hablando? —la desesperación desbordaba en su voz—. Orfeo, mírame… ¡dime que no lo sientes de verdad!
Orfeo cerró los ojos un segundo, intentando contener las lágrimas. Pero cuando los abrió, tuvo que mentir.
—No te amo, Álex. Nunca lo hice.
Álex retrocedió como si le hubieran disparado.
—Eso… no es cierto… —susurró, con la voz rota—. Yo lo sé, lo siento… tú me amas.
El dolor en el pecho de Orfeo era insoportable, pero las cadenas invisibles de Damián lo obligaban a seguir.
—Vete, Álex. Y no vuelvas jamás.
Álex cayó de rodillas entre los bombones rotos, con lágrimas surcando su rostro.
—¿Por qué? —preguntó, con la voz desgarrada—. ¿Por qué me dices esto?
Orfeo no respondió. Si hablaba, se rompería. Si lo abrazaba, lo perdería todo. Álex lo miró una última vez, con la desesperación de quien ve derrumbarse su mundo.
Y se fue.
La puerta se cerró con un eco hueco que sonó como un ataúd sellándose.
Perspectiva de Orfeo
Cuando la soledad llenó el despacho, Orfeo cayó de rodillas entre los restos de chocolate derramado. Allí, en silencio, permitió que las lágrimas corrieran. Golpeó el suelo con los puños, una y otra vez, como si pudiera romper las cadenas invisibles que lo ataban.
—Álex… —susurró, con la voz desgarrada — Te amo más que a mi vida. Perdóname…
Pero el perdón no llegaba. Solo el vacío. Mientras Orfeo lloraba en soledad, un mensaje apareció en su teléfono.bEra de Damián.
Muy bien, Orfeo. Ahora eres solo mío.
Y en ese instante, Orfeo comprendió que no solo había perdido al amor de su vida… también había perdido su libertad.