El Amargo Secreto

El frío del abandono

La puerta se cerró tras de mí con un eco que no era solo sonido, era sentencia. Sentí como si toda mi vida se clausurara junto a ese golpe de madera y hierro. Afuera, la noche era un abismo, y yo estaba en el borde, cayendo sin nadie que me tendiera la mano.

Orfeo me había echado. Aún podía escuchar su voz repitiendo aquellas palabras que destrozaban más que el hambre o el frío:

No te amo, Álex. Nunca lo hice.

Quise convencerme de que eran mentira, que lo había dicho bajo presión, que algo se escondía detrás de esa mirada que se obligaba a endurecer. Pero mi mente, deshecha, no encontraba refugio. Las frases se repetían como cuchillos que volvían una y otra vez a la misma herida.

Los primeros pasos fueron torpes. No sabía hacia dónde ir. No tenía hogar, no tenía dinero, no tenía un techo al cual llamar refugio. En mi bolsillo quedaban unas pocas monedas que ni siquiera alcanzaban para un trozo de pan.

Caminé por las calles del centro, iluminadas por vitrinas llenas de dulces, perfumes y abrigos elegantes. Todo brillaba, menos yo. El reflejo en los cristales me mostraba un muchacho derrotado, con los ojos rojos y el rostro manchado de lágrimas. La ciudad me observaba con indiferencia. Nadie detenía sus pasos. Nadie preguntaba por mí. Era como si me hubiera vuelto invisible.

El primer día en la calle fue confuso. Vagaba por las avenidas, buscando un rincón donde pasar la noche. Terminé refugiándome bajo un puente, con un cartón húmedo como colchón. El aire olía a humedad, a orina y a óxido. Cada tanto, ratas corrían entre las sombras.

Me acurruqué contra la pared, abrazando la manta azul que había conservado desde niño en el orfanato. Aquella manta, ahora sucia y desgastada, era lo único que me conectaba con mi pasado, con mi infancia. El único testigo de mi vida antes de Orfeo.

El frío se me metía en los huesos. Cerré los ojos y recordé su voz, su risa, sus manos guiando las mías sobre el mármol frío de la chocolatería. Recordé el sabor del chocolate compartido, los besos tibios, las promesas susurradas al oído.

¿Cómo pudo echarme?

El dolor me arrancó un sollozo que se perdió entre el eco del puente.

El segundo día fue peor. El hambre era un animal rabioso dentro de mí. Pedí limosna en las esquinas, pero la mayoría apartaba la vista. Una mujer elegante me ignoró con un gesto de desprecio, como si yo fuera basura. Un hombre me lanzó unas monedas con fastidio, como si me estuviera haciendo un favor por el simple hecho de existir.

Encontré un trozo de pan duro en la basura de una panadería. Lo devoré sin pensar, masticando entre lágrimas, aunque el sabor a moho me revolvía el estómago. Nada calmaba el vacío.

Y en mi mente, la imagen de Orfeo me atormentaba más que el hambre. Lo veía en cada esquina, lo escuchaba en cada voz ajena. Me preguntaba si estaría pensando en mí, si al menos le dolía haberme dejado así.

El tercer día, la nieve llegó. Copos blancos comenzaron a caer desde el cielo, primero suaves, luego implacables. La ciudad se vistió de blanco, hermosa para quienes la miraban desde sus casas cálidas, pero cruel para quienes no tenían dónde refugiarse.

Yo no tenía abrigo. Solo la manta azul empapada. Mis manos temblaban tanto que apenas podía mover los dedos. El frío se colaba en mi sangre, en mi respiración, en mi alma. Me refugié en un callejón, acurrucándome contra los ladrillos helados. Cada inhalación era un cuchillo.

La gente pasaba a lo lejos, con bufandas y gorros, riendo, hablando, sin mirar hacia donde yo me hundía. Lloré. Lloré con la garganta seca y los labios partidos.

—Orfeo… —susurré con un hilo de voz—. Si no me amas, ¿qué me queda?

El dolor del corazón era más grande que el frío. Sentí que ya no tenía fuerzas para seguir. Mi cuerpo se fue rindiendo poco a poco. Mis ojos se cerraron. La nieve caía sobre mí como un sudario blanco.

Tal vez, si moría, lo volvería a ver en algún otro lugar. No sé cuánto tiempo pasó. Unas horas. Un instante. El mundo se oscureció hasta que una voz irrumpió en la nada.

—¡Oye! ¡Muchacho, despierta!

Unas manos firmes me sacudieron. Abrí los ojos con esfuerzo, la visión borrosa por las lágrimas congeladas. Una figura se inclinaba sobre mí: un hombre de barba canosa, rostro endurecido por los años, pero con unos ojos cargados de compasión.

Llevaba un abrigo viejo y gastado, que olía a humo de leña. Su voz era áspera, pero detrás de ella había humanidad.

—¿Qué demonios haces aquí tirado? —gruñó, mientras me cubría con su propio abrigo—. ¿Quieres morir congelado?

—No… —mi voz apenas salió, rota—. No tengo a dónde ir…

El hombre me sostuvo con fuerza, levantándome como si yo fuera ligero como un niño.

—Entonces ven conmigo. Nadie merece morir así.

Me cargó en sus brazos y caminó entre la nieve. Mi cabeza descansó contra su hombro, y por un momento sentí calor. Sus pasos firmes me alejaban de la muerte. Antes de perder el sentido, lo último que pensé fue:

Orfeo… aunque me hayas echado, yo aún te amo.

Desperté envuelto en mantas ásperas pero calientes. El olor a sopa llenaba el aire, un aroma denso y reconfortante. Mis labios resecos temblaron, queriendo pronunciar un agradecimiento.

El hombre que me había salvado estaba de pie junto a la puerta. Sus ojos oscuros me observaban con una mezcla de severidad y compasión. Cuando al fin habló, sus palabras me atravesaron como un cuchillo:

—No debiste haber confiado en los Archer.

Me quedé helado, no por el frío, sino por lo que acababa de escuchar.
¿Cómo podía saberlo? ¿Quién era ese hombre?
Y sobre todo…..¿Qué relación tenía con la familia Archer?




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