La mansión Leclair era un palacio de oro y mármol, pero para Orfeo no era más que una cárcel. Cada alfombra lujosa, cada lámpara de cristal, cada cortina bordada era una cadena disfrazada de belleza. Vivía en un cautiverio silencioso, en el que su respiración pertenecía a Damián.
El día: la exhibición
Las mañanas comenzaban con órdenes: desayunar junto a Damián, probar lo mismo que él, sonreír en el momento justo. Cada movimiento suyo estaba bajo escrutinio.
—No me gusta que sueñes despierto —susurraba Damián, inclinándose demasiado cerca— Cuando estás conmigo, debes estar solo conmigo.
Orfeo apretaba los dientes, tragándose la rabia y el dolor. Nunca respondía, porque sabía que cualquier chispa de rebeldía podía significar un castigo.
Por las tardes, Damián lo arrastraba a la ciudad, a restaurantes y galerías. Caminaban juntos, de la mano, como si fueran amantes. Los fotógrafos captaban lo que parecía ternura; lo que nadie veía era la opresión invisible, la mano de hierro escondida tras esa apariencia de pareja perfecta.
La noche: la mentira más cruel
Las noches eran peores. Damián lo reclamaba en su habitación, lo obligaba a acostarse a su lado, a fingir afecto, a actuar como si el deseo estuviera allí cuando en realidad todo dentro de Orfeo gritaba que no.
El dolor no era físico, sino espiritual. Fingir caricias, sonrisas, besos. Fingir que era suyo. Fingir que su corazón no pertenecía a otro.
Cada vez que cerraba los ojos, la culpa lo devoraba. ¿Y si Álex pensaba que de verdad lo había abandonado? ¿Y si lo creía capaz de traicionarlo?
Pero en silencio, en la oscuridad, se repetía el mismo mantra:
Álex. Te amo. Resiste. Aguanta.
La súplica en la ventana
Una noche, cuando Damián lo dejó solo tras un encuentro frío y humillante, Orfeo se levantó tambaleante. Caminó hasta la ventana de su habitación, abrió los ventanales y dejó que el aire helado de la ciudad golpeara su rostro.
El lujo no podía esconder la podredumbre de su prisión. El silencio era insoportable. Y él, por primera vez, dejó escapar en voz alta lo que no podía callar más:
—Álex… si aún me amas, encuéntrame. Porque yo ya no sé cuánto más podré soportar.
Sus palabras volaron como un lamento en medio de la noche.
Lo que Orfeo no sabía
No estaba solo. A unos metros, oculto entre los árboles de la propiedad, un muchacho temblaba de frío y dolor. Álex había seguido su instinto, había buscado la mansión sin saber por qué… y ahora escuchaba lo que nunca creyó oír.
Las lágrimas le nublaron los ojos.
Orfeo no lo había dejado de amar.
Orfeo seguía siendo suyo, aunque las cadenas lo aprisionaran.
—Orfeo… —susurró con un sollozo contenido, apretando la manta azul contra el pecho—. Te juro que te sacaré de ahí.
El destino acababa de unir sus heridas con un mismo grito de auxilio. Desde su balcón, Orfeo seguía murmurando su súplica al vacío.
Desde las sombras, Álex lo escuchaba, con el corazón ardiendo y una certeza: no descansaría hasta romper las cadenas que lo mantenían prisionero.
Pero en la oscuridad del jardín, unos ojos vigilaban… y habían visto a Álex.