El Amargo Secreto

El precio de la osadía

Álex temblaba bajo los árboles, con el corazón palpitando como un tambor. Acababa de escuchar la verdad de labios de Orfeo: aún lo amaba, aún lo necesitaba. Sus lágrimas ardían en el frío, pero por primera vez en días, había esperanza.

—Te sacaré de aquí… —murmuró, apretando la manta azul contra el pecho—. Te lo prometo.

No alcanzó a dar un paso cuando un ruido seco lo sacudió. Un crujido en la maleza. Una sombra detrás de él.

Antes de reaccionar, dos hombres enormes lo sujetaron por los brazos.

—¿Qué tenemos aquí? —escupió uno con una sonrisa torcida.

Álex forcejeó, desesperado.

—¡Suéltenme! ¡Déjenme ir!

Pero no hubo tiempo de gritar más. Lo arrastraron por el jardín como si fuera un ladrón, hasta las escaleras principales de la mansión. La puerta se abrió con violencia.

Damián apareció.

Impecable, elegante, con su eterna copa de vino en la mano. Pero sus ojos eran cuchillas.

—Vaya, vaya… —dijo con voz cargada de veneno—. El perro callejero ha vuelto a olfatear donde no debe.

Álex sintió cómo la rabia y el miedo chocaban dentro de él.

—Orfeo es mío. ¡No puedes tenerlo! —escupió, aunque el corazón le latía en la garganta.

Damián rió con desprecio.

—Tu ingenuidad es… deliciosa. Orfeo es mío, porque yo lo decidí. Y tú… —se inclinó hasta tenerlo a centímetros, susurrándole como quien lanza una daga— tú eres nadie.

Álex quiso responder, pero un golpe seco en el estómago lo dobló en dos. Uno de los secuaces lo había castigado sin esperar orden.

—¡Basta! —ordenó Damián, disfrutando de su agonía—. No lo maten. No aún.

Se giró lentamente, como un juez que dicta sentencia.

—Llévenlo a los suburbios. Aléjenlo de aquí, de este mundo. Que aprenda que no pertenece a nosotros. Que nunca debió cruzar esa línea.

Lo cargaron como un saco de despojos, arrojándolo dentro de un coche negro que atravesó las avenidas desiertas hasta dejar atrás los edificios aristocráticos, los cafés iluminados, los salones de lujo.

La ciudad fue cambiando: calles más grises, casas derruidas, la miseria pintada en cada esquina. Allí lo arrojaron, como basura, contra el barro frío.

—Aquí perteneces, mocoso —dijo uno de los hombres antes de escupir cerca de él y subir al coche.

Los faros se alejaron, dejándolo solo, maltrecho, con la nieve cayendo sobre su cuerpo.

Álex permaneció de rodillas, con la respiración entrecortada. El dolor físico era nada comparado con la herida que llevaba dentro. Se había atrevido a acercarse, había osado soñar con liberar a Orfeo… y lo habían castigado por ello.

Pero, incluso así, en el fondo de su corazón ardía una llama. La promesa que había hecho al escuchar su voz.

No me rendiré. Aunque me arranquen todo, no dejaré de luchar por él.

Álex se levantó tambaleante, con la manta azul aún entre sus manos, manchada de barro.

Cuando alzó la vista, un par de ojos lo observaban desde un callejón oscuro. No eran ojos cualquiera: brillaban con un interés extraño, como si aquel desconocido lo hubiera estado esperando.

La voz salió de la penumbra, baja y peligrosa:

—Si quieres recuperar a Orfeo… yo puedo ayudarte.




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