El Amargo Secreto

El reflejo del dolor

Álex se quedó paralizado, con la manta azul manchada de barro apretada contra el pecho. Los ojos que lo observaban desde el callejón parecían quemar en la penumbra.

La figura salió lentamente a la luz: el mismo hombre que lo había rescatado aquella noche de nieve. Su abrigo viejo, su barba canosa, su mirada dura pero llena de algo que no era indiferencia.

—¿Usted…? —susurró Álex, incrédulo.

El hombre asintió despacio.

—Te advertí que los Archer destruyen todo lo que tocan. Y aun así volviste a acercarte.

Álex bajó la mirada, derrotado.

—No puedo evitarlo… lo amo. Aunque me cueste la vida, no puedo dejar de luchar por él.

El hombre lo observó en silencio durante un largo instante. Luego se agachó frente a él, posando una mano en su hombro.

—Por eso te entiendo. Porque yo también alguna vez amé de esa forma. Y fue esa devoción lo que me arrancó todo.

Los ojos de Álex se abrieron con sorpresa.

—¿Qué le hicieron?

El hombre apartó la mirada, como si el recuerdo aún fuera un hierro candente.

—No importa. Lo que importa es que sé cómo juegan los Archer y los Leclair. Y si no aprendes sus reglas, ellos ganarán siempre.

Álex sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Me va a ayudar?

La sombra de una sonrisa amarga apareció en los labios del hombre.

—Te ayudaré porque me veo en ti. Porque no quiero que termines como yo: derrotado, con los fantasmas de un amor imposible persiguiéndote toda la vida.

Mientras tanto, en la mansión Leclair, el tormento continuaba. Damián se recostaba en un diván, satisfecho, mientras Orfeo permanecía de pie a su lado, obligado a sostener una copa de vino como si fuera un sirviente.

—Bebe —ordenó Damián, y Orfeo obedeció con los labios tensos.

Cada gesto era una cadena. Cada palabra de Damián, un grillete invisible que lo ataba más fuerte.

—La ciudad habla de nosotros —continuó el verdugo, acariciándole el rostro con una frialdad insultante—. Te observan y creen que me amas. ¿Lo entiendes? Para todos, eres mío.

Orfeo apretó los puños, el corazón clamando un nombre que no podía pronunciar.

Álex. Solo tuyo. Siempre tuyo.

Pero en voz alta, lo único que pudo decir fue:

—Sí, Damián.

El hombre sonrió, satisfecho.

—Así me gusta.

Esa noche, cuando Damián se durmió, Orfeo se levantó de la cama con pasos silenciosos. Caminó hasta el ventanal y apoyó la frente contra el vidrio frío.

Sus lágrimas quedaron atrapadas en el cristal como huellas de un grito ahogado.

—Álex… —murmuró en la oscuridad—. No importa lo que me obliguen a hacer. Mi corazón sigue siendo tuyo.

En ese mismo instante, en los suburbios, Álex alzó la vista hacia la ciudad iluminada. El hombre a su lado lo observaba con seriedad.

—Escucha, muchacho —dijo con voz grave—. Si quieres salvar a Orfeo… primero tendrás que destruir a Damián.

Y las palabras quedaron suspendidas entre ambos como un destino inevitable.




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