Álex: sobrevivir para esperar
El invierno no había cedido, pero Álex encontró refugio en la rutina. Durante las noches trabajaba en un bar de mala muerte en los suburbios, recogiendo vasos vacíos, limpiando mesas pegajosas y aguantando las burlas de clientes ebrios. El suelo siempre olía a cerveza rancia y humo de cigarrillo, y cuando cerraban, el cansancio le pesaba hasta en los huesos.
Por las mañanas, apenas descansando unas horas, iba a la panadería de un anciano que se apiadó de él. Allí amasaba pan, cubierto de harina, con las manos enrojecidas por el calor de los hornos. El aroma dulce de las facturas y el crujir del pan fresco eran su única tregua.
Trabajaba sin parar, como si al desgastar su cuerpo pudiera acallar el dolor de su corazón. Pero no había noche en la que no se derrumbara sobre su camastro, pensando en Orfeo.
¿Dónde estarás? ¿Me recordarás aún?
Sus manos, manchadas de harina, buscaban la manta azul al final del día. La apretaba contra el pecho y se repetía en silencio:
Voy a salvarte. Aunque no sepa cómo… voy a salvarte.
Orfeo: el teatro cruel
Mientras tanto, en el corazón de la ciudad aristocrática, una gran fiesta encendía la noche. Candelabros de cristal, música de cuerdas, copas de champaña brillando bajo el resplandor de lámparas doradas. La sociedad entera estaba allí, vestida con sus mejores galas.
Y en medio de ese escenario, Orfeo caminaba junto a Damián. El contraste era brutal. Quienes lo conocían desde años atrás apenas podían reconocerlo. Orfeo Archer siempre había sido un hombre libre, elegante y orgulloso, un joven que jamás aceptaba ser dominado. Pero ahora, con Damián a su lado, parecía una sombra de sí mismo.
Damián lo llevaba del brazo, fuerte, como si lo exhibiera. Cada palabra suya era un recordatorio del poder que ejercía.
—Orfeo, sonríe. No seas ingrato con quienes vienen a saludarte —ordenó en voz baja, con tono cortante.
Y Orfeo obedeció, mostrando una sonrisa débil que no alcanzaba a sus ojos.
La humillación
En un momento, uno de los amigos de Orfeo, el joven aristócrata Lucien, se acercó con desconcierto.
—Orfeo… ¿qué significa esto? —preguntó en voz baja, mirando a Damián con desprecio—. ¿Desde cuándo te dejas tratar así?
Orfeo abrió la boca para responder, pero Damián fue más rápido.
—Significa lo que ves —dijo con tono venenoso, posando una mano sobre el hombro de Orfeo como si fuera una posesión—. Que es mío.
Lucien frunció el ceño, ofendido.
—Él no es una cosa, Damián. Y tú lo sabes.
El silencio en la sala creció, muchos se giraron para observar.
Todos sabían que Orfeo, el orgulloso heredero Archer, nunca habría permitido algo así.
Pero Orfeo bajó la mirada.
—Está bien, Lucien —susurró, con voz apagada—. No te metas.
Las palabras fueron como un golpe seco. Sus amigos, incrédulos, dieron un paso atrás. El murmullo se extendió por la sala: sorpresa, incredulidad, compasión. Damián, satisfecho, brindó con su copa y acarició el cuello de Orfeo en público, como un dueño que marca a su prenda.
El silencio de Orfeo
Cada sonrisa falsa, cada gesto de sumisión era una daga en el alma de Orfeo. Por dentro gritaba, desgarrado, recordando el brillo de los ojos de Álex, su voz cálida, su ternura.
Resiste. No muestres nada. Es la única forma de protegerlo.
Pero la multitud murmuraba, sus antiguos amigos lo miraban con incredulidad, y la máscara de sumisión era lo único que podía sostener.
Mientras Damián lo arrastraba hacia el centro del salón, Orfeo se cruzó con un espejo enorme adornado en oro.
Durante un instante, se vio a sí mismo: traje impecable, postura erguida… pero los ojos muertos.
Y en ese reflejo, como un espejismo, creyó ver la silueta de Álex detrás de él.
Parpadeó. El espejismo desapareció.
Pero el corazón de Orfeo dio un vuelco.
¿Y si de verdad estaba allí?