La prisión dorada
El silencio de la mansión Archer era tan pesado como un ataúd cerrado. Orfeo caminaba por los pasillos con la misma sensación de vacío que lo acompañaba desde que Damián había tomado control de su vida.
El mármol brillaba impecable, las lámparas resplandecían, pero en ese esplendor había un veneno invisible.
En el salón principal, Damián lo esperaba, sentado con la arrogancia de un rey usurpador. Tenía una copa de vino en una mano, y la otra descansaba sobre el brazo del sillón.
—Orfeo —dijo, con esa voz cargada de falsa dulzura—. ¿Te das cuenta de lo conveniente que resulta todo esto?
Orfeo no respondió. Sus ojos, cansados, se clavaron en el suelo.
Damián rió suavemente.
—Lo que más me divierte de todo esto es la ironía. Tú, el orgulloso Archer, el que me despreció incontables veces… ahora eres mío. Te paseas conmigo por las fiestas, te sientas a mi lado, sonríes cuando te lo ordeno. Para todos eres mi prometido.
Bebió un sorbo de su copa, disfrutando cada palabra como un veneno que destilaba con placer.
—¿Sabes qué es lo mejor? —añadió, inclinándose hacia adelante—. Que en cada mirada sumisa tuya, en cada silencio, está tu derrota. Y mi victoria.
Orfeo sintió la garganta arder. Se había mantenido callado demasiado tiempo. Cada humillación, cada gesto de Damián lo había desgarrado poco a poco, pero lo que más dolía era pensar en Álex, allá afuera, sufriendo, creyendo que lo había abandonado. Algo dentro de él se quebró. Y en ese quiebre nació una llama.
Primer acto: la humillación
Damián se levantó y rodeó a Orfeo, como un depredador jugando con su presa.
—¿Recuerdas cuando me decías que jamás aceptarías a alguien como yo? —susurró cerca de su oído—. ¿Recuerdas las veces que me dejaste en ridículo delante de otros, con tus negativas? Pues ahora el ridículo es tuyo.
Le pasó un dedo por el mentón, obligándolo a levantar la vista.
—Mírame, Orfeo. Eres mío. Y todos lo saben.
Orfeo lo miró, y en ese instante ya no sintió miedo. Solo asco. Un asco tan profundo que le revolvió las entrañas.
—Quítame las manos de encima —dijo con voz baja, temblorosa, pero firme.
Damián se echó a reír.
—Oh, ¿ahora intentas ser valiente? No seas ridículo. Sabes que tengo en mis manos lo que podría destruirte para siempre.
Orfeo apretó los puños.
—Prefiero arder en la ruina que seguir soportando tu asquerosa presencia.
El rostro de Damián se endureció.
—Ten cuidado con lo que dices.
—No. —Orfeo alzó la voz, por primera vez en mucho tiempo—. El que debe tener cuidado eres tú.
Segundo acto: la rebelión
El salón entero pareció estremecerse con el rugido de su voz.
—Estoy harto de ti, Damián. Hartísimo. ¿Quieres destruir mi nombre, mi apellido, mi reputación en la aristocracia? ¡Hazlo! ¿Quieres arruinarme en todos los periódicos, en todos los salones? ¡Hazlo!
Dio un paso hacia él, la mirada encendida con una furia que había estado contenida demasiado tiempo.
—¿Sabes qué? No me importa. Prefiero vivir de mi chocolatería, entre harina y cacao, que respirar un segundo más el mismo aire que tú.
Damián retrocedió un paso, sorprendido por el tono.
—Tú no entiendes… —intentó replicar.
—¡Entiendo perfectamente! —lo interrumpió Orfeo, con la voz desgarrada—. Entiendo que te alimentas de mi dolor, que disfrutas verme sometido porque es tu venganza por los rechazos del pasado. Pero ¿sabes qué? Esa venganza ya no significa nada. Porque yo no soy tuyo, Damián. Nunca lo fui. Nunca lo seré.
Se acercó tanto que quedaron frente a frente, con apenas un centímetro de distancia.
—Te echo de mi mansión. Te echo de mi vida. Y si mañana me arrastras por el barro de la aristocracia entera, lo aceptaré con orgullo. Porque lo único que no pienso aceptar jamás… es a ti.
El silencio fue brutal. El eco de esas palabras quedó suspendido en el aire, como un trueno que retumba después de la tormenta.
Tercer acto: la furia
Damián lo miró, con los ojos ardiendo en cólera. Su máscara de refinamiento se quebró, dejando ver al hombre que realmente era: un ser consumido por el odio y el orgullo herido.
—Te arrepentirás —dijo con voz grave, contenida por la furia.
Orfeo sostuvo su mirada sin temblar.
—Ya me arrepentí demasiado tiempo. Y ese tiempo se acabó.
Damián levantó la mano como si fuera a golpearlo, pero la detuvo en el aire. La frustración lo consumía. Golpeó el sillón con fuerza, haciendo que la copa cayera y se estrellara contra el suelo, esparciendo vino como sangre.
—Crees que has ganado, ¿verdad? —rugió—. Pues escucha bien, Orfeo: esto no acaba aquí.
Se giró hacia la puerta, con pasos furiosos, y antes de salir lanzó su amenaza final:
—El mundo entero se pondrá en tu contra. Y cuando estés arrodillado, llorando entre las ruinas de tu preciosa chocolatería… yo estaré allí para verte.
La puerta se cerró de golpe, dejando la mansión en un silencio sepulcral.
Orfeo se dejó caer en un sillón, respirando agitadamente. El corazón le golpeaba el pecho con una mezcla de miedo y liberación. Había roto sus cadenas, pero sabía que la guerra apenas comenzaba.
Que venga lo que tenga que venir, pensó, con lágrimas ardiendo en los ojos. Pero nunca más volveré a inclinar la cabeza ante él.
Esa misma noche, en un rincón oscuro de los suburbios, Álex levantó la vista al escuchar rumores en el bar donde trabajaba:
—¿Supiste lo que pasó en la mansión Archer? Dicen que Orfeo echó a Damián delante de todos…
El vaso que Álex estaba secando cayó de sus manos y se estrelló contra el suelo. Su corazón comenzó a latir desbocado.
Orfeo… ¿acaso habías roto las cadenas?