La carta oculta de Damián
El día siguiente al estallido, la mansión Archer se sumió en un silencio extraño. Los pasillos retumbaban con pasos nerviosos de sirvientes, el mayordomo evitaba hablar demasiado, y Orfeo permanecía en su despacho, mirando fijamente un vaso vacío sobre su escritorio.
Había recuperado algo que creía perdido: su voz. Pero sabía que la batalla con Damián no había terminado. No tardó en comprobarlo.
Una carta llegó a la mansión al caer la tarde. Era un sobre negro, sin remitente, con un sello de cera. Orfeo lo abrió con manos temblorosas y, al leer, sintió cómo el mundo se le caía encima. En el interior había una copia de un antiguo expediente médico. Su nombre resaltaba en la cabecera.
Era el registro de su paso, de adolescente, por un sanatorio privado, donde había estado internado después de la muerte de su hermana menor. Los informes hablaban de inestabilidad emocional, de episodios de crisis y de tendencias autodestructivas.
Palabras frías, escritas por médicos que jamás habían comprendido que lo único que había en él era dolor por la pérdida. Orfeo se cubrió el rostro con ambas manos, con la respiración entrecortada. El orgullo, su identidad, su fuerza… todo se desmoronaba frente a esas líneas. La voz de Damián resonó en su mente, como si estuviera allí:
Imagina, querido, que todos sepan que eres un Archer… y que también fuiste un enfermo. ¿Qué pensarán de ti entonces? ¿Qué pensarán de tu chocolatería, de tu vida, de tu amado Álex? ¿Quién confiará en alguien que alguna vez estuvo roto?
Una ola de vergüenza lo golpeó con tanta fuerza que casi lo derribó.
El retorno de Damián
Al caer la noche, Damián apareció en la mansión. No pidió permiso: entró con la seguridad de quien cree que todo le pertenece. El mayordomo intentó detenerlo, pero Damián lo apartó con un gesto arrogante.
—Orfeo sabe que no puede negarme la entrada —dijo con esa sonrisa venenosa.
El salón principal lo recibió con la luz cálida de los candelabros. Allí estaba Orfeo, de pie, vestido impecable, pero con los ojos enrojecidos.
—Ya leíste la carta —dijo Damián, triunfante—. Ahora entiendes que no tienes escapatoria. Esa mancha en tu pasado basta para derrumbar tu mundo entero. Pero no tienes por qué sufrirlo, Orfeo. No, no… —dio un paso hacia él, extendiendo la mano— Solo tienes que aceptarme. Yo te protegeré de tu propia vergüenza.
Orfeo cerró los ojos un instante. Sentía el corazón pesado, la humillación desgarrándole el alma. Sí, la vergüenza era insoportable. Pero no más insoportable que la idea de volver a arrodillarse ante él. Se irguió, con la voz quebrada pero firme.
—Prefiero vivir en la más absoluta pobreza, solo con mi chocolatería… antes que soportar un instante más tu asquerosa presencia, Damián.
El silencio en el salón fue sepulcral.
—¿Qué dijiste? —Damián apenas podía creerlo.
Orfeo levantó la voz, firme, rugiendo como un león:
—¡Mayordomo!
El hombre apareció en el umbral.
—Eche a Damián Leclair de esta mansión. Y no permita jamás que vuelva a poner un pie en ella.
Los ojos de Damián ardieron en furia. La máscara de refinamiento se quebró.
—¡Te vas a arrepentir, Orfeo! —gritó mientras era escoltado hacia la salida—. ¡Te lo juro por mi nombre! ¡Esto no acaba aquí!
La puerta se cerró tras él, dejando un eco de guerra declarada.
El regreso de Álex
Esa misma noche, en los suburbios, Álex escuchó rumores en el bar donde trabajaba:
—Dicen que Orfeo Archer echó a Damián de su propia mansión. Lo humilló delante de todos.
El vaso que estaba limpiando se resbaló de sus manos y se hizo añicos en el suelo. El corazón le dio un vuelco.
¿Orfeo…?
Sin pensarlo, salió corriendo. Recorrió calles nevadas, atravesó avenidas, ignoró el frío y el cansancio. Cada paso era una súplica: que sea verdad, que aún haya esperanza.
Cuando llegó a la mansión Archer, jadeante, cubierto de nieve, el mayordomo lo esperaba en la puerta, como si ya supiera que vendría.
—Pase, señor Álex —dijo con una leve sonrisa—. Lo está esperando, aunque aún no lo sepa. Está en el salón.
Álex cruzó el umbral con el corazón desbordado.
El reencuentro
Orfeo estaba de pie, aún temblando por lo ocurrido. Cuando levantó la vista y vio a Álex, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Álex… —susurró, como si pronunciara el nombre de un dios.
Corrió hacia él y lo abrazó con tanta fuerza que parecía temer que pudiera desvanecerse entre sus brazos.
—Perdóname —dijo una y otra vez, con la voz desgarrada — Perdóname por haberte echado, por haberte mentido, por dejarte sufrir en las calles. Todo fue para protegerte, pero sé que lo hice de la peor manera. Te lastimé… y lo único que hice fue traicionarme a mí mismo.
Álex lo sostuvo, acariciando su rostro con ternura, secando sus lágrimas con los pulgares.
—No tienes que suplicarme nada, Orfeo. Yo siempre supe que me amabas. Y jamás dejé de amarte.
Orfeo rompió en un sollozo, hundiendo el rostro en su hombro.
—No merezco tu perdón. No merezco tu amor.
—Sí lo mereces —respondió Álex, con firmeza—. Porque yo decido a quién amar, y te elegí a ti. Y no hay amenaza, ni secreto, ni Damián que pueda cambiarlo.
Lo besó con desesperación, con ternura, con toda la fuerza de su corazón roto que se volvía a recomponer en ese instante. El sabor salado de las lágrimas se mezcló con la dulzura de sus labios.
—Nunca más —susurró Álex contra su boca— Nunca más voy a dejarte solo.
Orfeo lo abrazó más fuerte, como si en ese contacto estuviera la única salvación posible.
Mientras se besaban en el salón iluminado, una sombra observaba desde la distancia, oculta en la nieve de los jardines.
Era Damián.
Su sonrisa era fría, peligrosa.