El salón principal de la mansión Archer había sido testigo de demasiada oscuridad. Allí, Orfeo había sufrido las cadenas invisibles de Damián, los silencios humillantes, la prisión disfrazada de lujo. Pero esa noche era distinto. Esa noche Álex estaba allí.
Orfeo lo abrazaba con fuerza, como un náufrago que por fin alcanza la orilla tras luchar contra las olas.
—Perdóname… —susurraba una y otra vez, con la voz temblorosa y rota—. Perdóname por haberte echado, por haberte mentido, por haberte hecho creer que no te amaba.
Álex acarició su rostro, secando sus lágrimas con los pulgares.
—No necesito que me lo expliques, Orfeo. Siempre supe que lo que hiciste fue para protegerme. Te conozco demasiado bien como para creer en esas mentiras.
Orfeo lo miró, los ojos azules empañados en lágrimas.
—Pero te hice sufrir. Te condené a la calle, al frío, al hambre… y todo porque pensé que así estaría seguro. Y lo único que conseguí fue destruirnos a ambos.
Álex apoyó la frente contra la suya, respirando al unísono.
—No me destruiste. Me hiciste más fuerte. Y si soporté todo eso, fue porque nunca dejé de creer en ti. Nunca dejé de amarte.
El desahogo
Orfeo se dejó caer en un sillón, arrastrando a Álex consigo, aferrado a su mano como si temiera que pudiera desvanecerse en cualquier momento.
—Durante semanas… —murmuró Orfeo, con la voz ahogada—, soporté sus humillaciones. En fiestas, en la intimidad, en cada palabra suya. Fingía sonrisas mientras por dentro me rompía. Y cada vez que cerraba los ojos, lo único que me mantenía de pie era tu nombre.
—Orfeo… —Álex lo rodeó con los brazos y lo estrechó contra su pecho—. Ya no tienes que fingir más. Estás conmigo.
Orfeo sollozó, hundiendo el rostro en su hombro.
—Tenía tanto miedo de que no volvieras, de que me odiaras, de que no pudieras perdonarme…
Álex lo levantó suavemente del sillón y lo obligó a mirarlo a los ojos.
—Te amo demasiado como para odiarte. Y no necesito perdonarte, porque en mi corazón nunca fuiste culpable.
El calor de la reconciliación
La noche avanzó y la mansión se llenó de un silencio distinto, uno tibio, que no asfixiaba.
En el dormitorio principal, Orfeo se sentó al borde de la cama, con las manos temblorosas.
—No sé si puedo volver a ser el mismo de antes —confesó, con la voz baja—. Siento que me quebré, que Damián arrancó pedazos de mí que no puedo recuperar.
Álex se arrodilló frente a él, tomándole las manos.
—Entonces déjame a mí reunir esos pedazos. Déjame ayudarte a volver a ser tú.
Orfeo lo miró, con lágrimas cayendo en silencio.
—¿Y si ya no soy suficiente para ti?
—Ya lo eres —Álex besó sus manos, una y otra vez—. Siempre lo fuiste. Siempre lo serás.
El beso que siguió fue distinto a todos los anteriores: no tenía la desesperación de antes, sino la calma de quien sabe que el amor verdadero puede reconstruir lo que parecía perdido.
Los labios de Orfeo temblaban, pero poco a poco la tensión cedió. Sus manos se aferraron a la nuca de Álex, buscando calor, buscando vida.
El contacto se volvió más intenso, más profundo, hasta que ambos quedaron envueltos en una pasión que no era solo deseo, sino necesidad de sanar, de volver a encontrarse después de tanta oscuridad.
El chocolate, guardado en la mesilla como un recuerdo de lo que los había unido, se convirtió en metáfora viva: lo compartieron entre risas y besos, derritiéndose en sus labios, reflejo de un amor dulce y amargo a la vez.
El amanecer del renacer
Cuando la primera luz del alba entró por los ventanales, Orfeo y Álex permanecían abrazados bajo las sábanas, exhaustos pero en paz.
—¿Qué será de nosotros ahora? —preguntó Orfeo en un susurro.
Álex besó su frente.
—Lo que tú quieras que sea. Podemos dejar la aristocracia, vivir solo de la chocolatería. Podemos empezar de nuevo, lejos de las sombras de Damián.
Orfeo cerró los ojos, dejando que esas palabras lo calmaran.
—¿De verdad harías eso por mí?
—No por ti. Por nosotros.
Un silencio cálido los envolvió. El futuro era incierto, pero por primera vez en mucho tiempo, Orfeo se permitió soñar.
El rugido de las sombras
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Damián permanecía en un despacho oscuro, con una copa de licor en la mano y los documentos médicos de Orfeo sobre la mesa.
Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel.
—Puedes echarme de tu mansión, Orfeo. Puedes creer que has ganado. Pero aún no has visto de lo que soy capaz.
Sus dedos golpearon los papeles como un tambor de guerra.
—Si no puedo poseerte por voluntad… te destruiré con mis trampas.
El presentimiento
En la mansión Archer, Orfeo se levantó de la cama, mirando la ciudad a través de la ventana. Álex dormía profundamente, con el rostro tranquilo, como si por fin hubiera encontrado un lugar seguro.
Orfeo apoyó la frente contra el vidrio frío y murmuró:
—Prometo que esta vez no dejaré que nada nos separe. Pase lo que pase, lucharé contigo.
Pero en lo profundo de su pecho sentía un presentimiento oscuro, como un eco lejano de tormenta.
Esa tarde, cuando Orfeo y Álex bajaron juntos a la chocolatería para retomar el trabajo, encontraron en la puerta un sobre sellado en negro.
Orfeo lo reconoció de inmediato.
El corazón le dio un vuelco.
—Es de Damián… —susurró.
Álex lo miró fijamente, con los puños apretados.
—Sea lo que sea, lo enfrentaremos juntos.
Orfeo, con el sobre temblando en sus manos, no sabía si abrirlo o arrojarlo al fuego. Pero dentro de ese sello oscuro, los planes de Damián ya habían comenzado.