La mañana olía a pan tostado y a cacao recién molido. La luz entraba a raudales por los ventanales de Casa Archer, sembrando rectángulos tibios sobre el mármol. Por un rato un precioso, frágil rato la vida parecía volver a su sitio: Orfeo con las mangas arremangadas, Álex probando el brillo de la ganache, el murmullo de dos o tres vecinas que habían venido a curiosear y, de paso, a dar ánimo.
—Volvieron las manos que saben —dijo una de ellas, apoyando una caja de cartón—. Traje frascos para mermelada. Ustedes pongan el chocolate; la ciudad pone el corazón.
Álex sonrió con gratitud. Orfeo, por dentro, se aferró a ese gesto como quien guarda una brasa en el bolsillo para sobrevivir al invierno. Habían dormido juntos, habían llorado juntos, se habían prometido una guerra limpia: contra las sombras, juntos o no sería.
Entonces Álex vio el sobre. Negro. Cera lacrada. Sin remitente. Orfeo lo reconoció de inmediato. La brasa del bolsillo se hizo ceniza.
—Es de él —dijo, y el aire cambió de densidad.
No lo abrieron. No todavía. Orfeo dejó el sobre sobre la repisa y se obligó a respirar. Álex le rozó la muñeca con dos dedos —esa seña muda que ya era juramento— y le propuso un respiro antes del veneno.
—Primero Luna Azul —dijo—. Después la carta. Que no nos dicte el pulso.
Y templaron. Derretir. Enfriar. Devolver el calor. Escuchar. La ciudad afuera seguía su ruido; adentro, el chocolate decía su verdad: un chasquido perfecto en la prueba, esa sílaba de cristal que a Orfeo le devolvía, aunque fuera por segundos, el dominio sobre algo. Álex miraba de reojo: cada vez que el brillo alcanzaba la superficie exacta, le nacía una sonrisa. Ese pequeño triunfo cotidiano era, de pronto, una barricada.
Una niña empujó la puerta con la timidez en los zapatos. Llevaba un dibujo arrugado.
—Señor Archer… ¿puede firmarme esto? —Se le escapó un “por favor” como un hilito de humo.
Orfeo se inclinó.
En el papel había dos figuras tomadas de la mano frente a una vidriera que decía “Casa Archer”. La niña, con la precisión salvaje de los chicos, había dibujado un corazón encima.
—Para Valen —escribió Orfeo, y en el trazo sintió un temblor. La niña salió brincando; la campanilla sonó a campamento seguro.
Entonces sí. El sobre.
Lo abrieron en el despacho, a puerta entornada. Adentro, un pendrive de cuerpo metálico y una nota escrita con tinta marrón, una crueldad deliberada: “A las 12:00, si no me llamás, esto ve la luz”.
Álex encendió el monitor. El archivo se titulaba “Lección 1.mp4”.
El video comenzó sin cortes: Damián, fuera de cuadro, interrogando; la cámara, baja, puesta a propósito para mirar desde abajo. Y Orfeo… Orfeo sentado en la orilla de la cama de aquella prisión dorada, sin saco, ojos vidriosos, hablando con un hilo de voz.
—Decilo bien —exigía la voz de Damián, invisible—. Que te gusta lo que te hago. Que lo elegís. Sonreí. Eso, más.
Orfeo, en la grabación, obedecía. La sonrisa era un espejo roto. Decía palabras que no eran suyas, frases con filo que Álex reconocía: la gramática del verdugo.
La pantalla saltó a otra toma: el comedor. Damián le apoya la mano en la nuca y le enseñarisa al lente. “Propiedad”, decía esa quietud. Una tercera escena: un balcón. “Decilo mirando la ciudad”, ordena la voz. Y Orfeo, con los ojos perdidos, repite “Soy suyo”. Luego, un zumbido blanco, y la imagen se corta.
El despacho quedó sin aire. A Álex le ardían los ojos; a Orfeo se le había caído la sangre a los tobillos. No era un golpe a la billetera ni al apellido: era contra el nervio expuesto de su dignidad, contra la parte íntima donde uno guarda lo que no puede nombrarse. Era un asalto al santuario.
—No mires más —dijo Álex, apagando el monitor con una decisión que rechinó — Eso no sos vos.
Orfeo no pudo hablar. Estaba sentado, pero parecía de pie en el borde de un acantilado. La vergüenza, no la humillación social sino la que nace de saberse filmado en la obediencia, le mordía detrás del esternón.
—Me usó de marioneta, y ahora… —le costó tragar— ahora quiere que me vea desde afuera. Quiere que yo me crea eso.
Álex se puso de cuclillas frente a él y le sostuvo la cara con las dos manos.
—Quería vaciarte por dentro. No pudo. Estoy acá para probarlo.
Orfeo cerró los ojos. En esa oscuridad, el zumbido de la cámara seguía. Lo despejó a fuerza de respiración; lo reemplazó por el sonido de los chasquidos del chocolate, por la risa de la niña del dibujo, por el roce de los dedos de Álex en su muñeca. Abrió los ojos.
—No voy a llamarlo —dijo.
—Entonces lo enfrentamos. Si lo suelta, lo suelta. Juntos. —Álex habló con una calma que era pura ferocidad— Y cuando vuelvan a ver ese video, también van a ver esto: que vos te paraste, que me miraste y que elegiste no volver atrás.
Orfeo asintió. Le dolía la vergüenza como si tuviera cuerpo, pero debajo había otra cosa, más terca:
—Elijo quedarme.
A las once y veinte subieron la persiana. El mostrador se llenó rápido de bombones con brillo de espejo y de voces que querían comprar, probar, decir estamos. Hubo manos que dejaron propinas sobreactuadas, hubo un abuelo que preguntó por trufas de naranja como las de antes, hubo un chico que se sacó una foto con la vidriera. Por unos minutos, la marea humana apagó la amenaza del pendrive.
El reloj del salón marcó las once y cincuenta y cinco. El murmullo decayó en un respeto raro. Como si todos supieran que a mediodía el aire cambiaría.
El mayordomo se asomó al obrador.
—Señor —dijo, sobrio—. Lo que elijan, lo respaldo.
Orfeo miró a Álex. Volvieron al despacho. A las doce en punto, el celular de línea fija sonó una vez y se quedó mudo: una burla. Orfeo apoyó ambas manos en la mesa.
—Que lo haga —dijo, con la voz ya sin hilos.
A las doce y tres, el primer zumbido: el televisor de la esquina de la plaza, ese que siempre daba noticias de barrio, cambió a una pantalla negra y luego a la imagen del dormitorio. A las doce y cuatro, dos cuentas de redes anonimato profesional empezaron a regar el clip. A las doce y cinco, el grupo de chismes de la alta sociedad recibió el archivo como quien recibe un dulce envenenado.