El Amargo Secreto

La vergüenza del ángel caído

El eco de las palabras de Damián seguía resonando en la mente de Orfeo como si fueran látigos invisibles. No necesitaba mostrar todas sus cartas; con media jugada había destrozado su estabilidad. El recuerdo del archivo su rostro obligado a sonreír, sus labios diciendo frases que no eran suyas lo perseguía incluso con los ojos abiertos.

Orfeo se encerraba en sí mismo, como si cada pared de la mansión lo empujara hacia un rincón más estrecho. Caminaba de un lado a otro de su despacho, con los dedos crispados, y la mirada perdida.

—No puedo soportarlo —susurró, apenas audible— No puedo soportar que lo hayan visto… que él lo haya mostrado.

Álex, de pie en el umbral, lo miraba con el corazón destrozado. Quería acercarse, abrazarlo, arrancar de raíz esa sombra que lo estaba consumiendo. Pero sabía que la vergüenza era un enemigo contra el que sus brazos no alcanzaban.

—Orfeo… —murmuró, avanzando despacio—. No estás solo.

Pero la respuesta fue un silencio quebrado, los ojos de Orfeo enrojecidos clavados en el suelo, como si él mismo no mereciera ser mirado.

La aristocracia murmura

En la ciudad, los rumores corrían más rápido que el chocolate líquido en la mesa de templado. Las damas de la alta sociedad, en sus tertulias de té y porcelana, hablaban con voz baja pero con placer evidente:

—¿Viste el video? —susurraban algunas, con el mismo tono con que años atrás hablaban de escándalos reales — El perfecto heredero Archer, sometido como un sirviente.

Otros caballeros, reunidos en clubes privados, fingían desaprobar mientras sus sonrisas decían lo contrario.

—El orgullo de los Archer… reducido a un juguete. Qué humillación más deliciosa.

Pero había también quienes, con cejas fruncidas, recordaban al Orfeo altivo, al empresario que había levantado la chocolatería contra todos los pronósticos.

—No lo reconozco —decían—. Ese no puede ser el mismo hombre que enfrentó a medio consejo para defender su independencia.

Los murmullos no eran solo chismes: eran cuchillos. Y cada cuchillo, de algún modo, llegaba a Orfeo, hundiéndose en su pecho.

El peso insoportable

Álex lo encontró sentado en la biblioteca, con la cabeza entre las manos. Las llamas de la chimenea iluminaban sus facciones, revelando un rostro agotado, con ojeras marcadas y un temblor involuntario en los labios.

—No sé si podré mirarlos a los ojos otra vez —dijo Orfeo, con un hilo de voz—. En las fiestas, en los negocios… todos me verán y recordarán lo que Damián les mostró. Pensarán que soy débil, que soy una sombra.

Álex sintió un nudo en la garganta. Se arrodilló frente a él y tomó sus manos con firmeza.

—No eres débil, Orfeo. Sobreviviste al infierno. Y sigues aquí, conmigo.

—¿De qué sirve estar contigo si no puedo protegerte? —su voz se quebró— Damián… tiene armas que yo no puedo detener. Él no me quiere a mí, Álex. Quiere verte arder. Quiere hacerme verte sufrir.

Álex sintió el dolor más intenso que jamás había experimentado: no solo por lo que Orfeo decía, sino porque era verdad. Había visto la crueldad en los ojos de Damián, y sabía que no se detendría.

—Déjalo que intente —dijo, con un brillo feroz en los ojos — Yo no me romperé, Orfeo. Te juro que no me romperé.

Pero Orfeo lo apartó con suavidad, casi con ternura desesperada.

—Tú no entiendes. Yo ya estoy roto.

La fiesta de máscaras

Días después, una gala aristocrática fue el escenario perfecto para que el veneno de Damián se infiltrara más. Orfeo apareció junto a Álex, decidido a no esconderse. Pero las miradas lo seguían como sombras: algunas compasivas, la mayoría crueles. Los susurros lo envolvían:

—¿Cómo se atreve a venir después de lo que vimos?
—Debe tener nervios de acero… o no tener vergüenza.
—¿Y ese joven con él? El rubio… ¡el motivo de todo este desastre!

Álex, firme a su lado, sentía cada palabra como una daga dirigida no a él, sino al corazón de Orfeo. Quiso gritar, defenderlo, pero sabía que hacerlo solo empeoraría la situación. En cambio, apretó la mano de Orfeo con fuerza. Damián apareció, impecable en su traje negro, con una sonrisa de tiburón. Se inclinó apenas, como si saludara con cortesía.

—Orfeo, querido. Qué valiente al presentarte en público. Aunque debo decir… —su voz bajó a un susurro venenoso— es curioso cómo la valentía se confunde con la necedad.

Orfeo lo miró, con un temblor apenas perceptible en las manos. Álex notó la lucha silenciosa en su interior: la furia, la humillación, el dolor.

—Lárgate, Damián —susurró con un hilo de voz, apenas audible.

Damián sonrió, disfrutando del espectáculo.

—Oh, no, querido. Yo apenas comienzo.

El colapso

De regreso a la mansión, Orfeo se encerró en su habitación. Álex golpeó la puerta, rogando que le abriera, hasta que finalmente escuchó el clic de la cerradura. Lo encontró de pie, con los ojos rojos y el cuerpo tenso, como si estuviera a punto de quebrarse.

—Cada palabra suya me desarma —confesó Orfeo, con la voz rota — Cada mirada de ellos me aplasta. Y tú… tú sufres por mi culpa.

Álex se acercó, tomándolo del rostro con ambas manos.

—No —dijo con firmeza — Sufro porque te amo. Y porque me duele verte cargar con un peso que no te corresponde.

Los labios de Orfeo temblaron, buscando palabras que no salían. Finalmente, se dejó caer en brazos de Álex, hundiendo el rostro en su hombro.

Álex lo sostuvo con fuerza, sintiendo cómo la respiración de Orfeo se quebraba contra su piel. Era un dolor que no podía quitarle, un veneno que no podía absorber en su lugar. Y esa impotencia lo desgarraba.

Esa noche, mientras Álex lo sostenía en silencio, un nuevo sobre negro fue depositado en la puerta de la mansión.

El mayordomo lo recogió y lo llevó al despacho. Sobre el lacre, una palabra escrita a mano heló la sangre de quien la leyó:




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