El amanecer llegó con una quietud engañosa. El cielo sobre la mansión Archer era de un gris pálido, como si el mundo contuviera la respiración antes de romperse.
El mayordomo colocó la caja de terciopelo negro sobre el escritorio de Orfeo sin decir palabra. Solo una mirada bastó para transmitir el peso de aquel hallazgo.
Orfeo la observó sin tocarla. Sentía el aire pesado, como si en la habitación se filtrara una presencia invisible. Álex bajó las escaleras aún medio dormido, el cabello rubio desordenado, los ojos dorados brillando en la penumbra.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz baja.
El mayordomo bajó la vista, evitando responder. Orfeo tomó aire y señaló la caja.
—Alguien dejó esto en la puerta.
Álex la miró con un estremecimiento. La textura del terciopelo parecía absorber la luz. Se acercó lentamente, retiró la tapa y lo vio.
Un espejo roto. Los fragmentos, finos como pétalos de cristal, reflejaban trozos de su rostro, multiplicando su imagen en cientos de versiones deformadas. Y entre ellos, una nota doblada.
La verdad siempre se refleja, aunque intentes evitarla.
Las grietas del alma
Por un momento nadie habló. Solo el crepitar del fuego llenaba la habitación.
Orfeo se inclinó, tocando el borde del espejo. Un dolor helado lo atravesó al ver su propio reflejo fragmentado.
—Es un mensaje —murmuró, más para sí que para los demás— Damián no quiere solo asustarnos… quiere que nos veamos destruidos.
Álex apretó los puños.
—Pues no lo lograremos. —Su voz temblaba de ira— No dejaré que nos destruya.
Pero en el fondo de sus ojos dorados había miedo. No era miedo a Damián, sino al espejo, a lo que podía representar. El reflejo de un pasado que lo acechaba y que, poco a poco, se hacía imposible ignorar.
Esa noche, cuando Orfeo se quedó dormido agotado por la tensión, Álex se levantó y volvió a la caja. Se arrodilló frente al espejo roto. El fuego de la chimenea se reflejaba en los fragmentos, tiñendo su rostro de rojo y oro.
Entre los pedazos, notó algo grabado en la parte trasera de uno: una inicial.
L.
Un escalofrío recorrió su columna.
Lucía.
El veneno público
A la mañana siguiente, los titulares de la prensa aristocrática estallaron como una granada.
Lucía Archer: el secreto olvidado que amenaza a los herederos. El pasado oscuro de los Archer resurge. ¿Quién es la mujer que une a Orfeo y su protegido? Fuentes cercanas aseguran que Damián Leclair tiene en su poder pruebas devastadoras.
La ciudad entera murmuraba. En las chocolaterías, en los clubes sociales, en las universidades, todos parecían tener una versión distinta de la historia:
—Dicen que la madre del joven Álex fue amante del padre de Orfeo.
—No, no, ¡que fue la antigua institutriz del clan Archer!
—Otros dicen que fue una criminal, y que Damián tiene los archivos.
Cada rumor era un golpe invisible. Cada palabra, un nuevo intento de separar lo que el amor había unido. Orfeo se encerró en el despacho, leyendo los titulares con la respiración entrecortada. Álex lo observaba desde la puerta, impotente.
—No los leas más —le rogó—. Eso es lo que él quiere: verte caer.
Orfeo lo miró con los ojos cansados, llenos de un dolor silencioso.
—¿Y si todo esto… fuera verdad? —susurró— ¿Y si tu madre estuvo relacionada con los Archer, con mi familia?
Álex sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Era una pregunta que no se había atrevido a formular nunca. Una herida que su corazón sabía que existía, pero que prefería no mirar.
—Si lo fuera — respondió con voz quebrada— no cambiaría lo que siento por ti.
Orfeo sonrió con tristeza.
—Pero cambiaría lo que los demás sienten por nosotros. Y eso… ya comenzó.
Sombras en la calle
Los clientes que antes hacían fila frente a Casa Archer ahora pasaban rápido, sin mirar.
Algunos cruzaban de vereda. Otros dejaban comentarios crueles en los escaparates.
Traidores de su clase. Pecadores disfrazados de empresarios.
Aun así, Álex iba cada día al local. Trabajaba con el alma en ruinas, pero con la cabeza en alto. Cuando el último cliente se fue, y el reloj marcó la medianoche, encendió las luces cálidas y colocó los fragmentos del espejo en el mostrador.
—Si la verdad se refleja —dijo en voz baja— entonces también reflejará el amor.
Orfeo lo observaba desde la puerta. Se acercó lentamente y posó una mano sobre su hombro.
—No sé cómo sigues de pie después de todo esto.
Álex sonrió, pero sus ojos estaban tristes.
—Porque tú eres mi razón. Si me caigo, te caes tú conmigo.
Orfeo lo abrazó por la espalda. Ambos se quedaron así, frente al espejo roto, mirándose a través de los pedazos. Y durante unos segundos, el reflejo parecía completo.
El susurro de Damián
Esa misma noche, en la mansión Leclair, Damián sostenía una copa de vino frente a un retrato antiguo. El cuadro mostraba a una mujer de cabello castaño recogido, mirada firme y sonrisa enigmática.
—Lucía… —susurró—. Ellos no tienen idea de quién eras, ¿verdad?
Dejó la copa sobre la mesa y tomó una carpeta. Dentro, documentos amarillentos, fotos de archivo, registros de los Archer.
—Ni de lo que hiciste.
Cerró la carpeta con delicadeza, como si guardara una reliquia, y sonrió con un aire de victoria.
—Orfeo, Álex… cada amor tiene un precio. El suyo… está a punto de cobrarse.
Cuando la noche se cerró sobre la ciudad, Orfeo despertó sobresaltado por un sonido que no provenía del viento.
En el escritorio, los fragmentos del espejo comenzaron a vibrar levemente, como si una fuerza invisible los moviera.
Y entre los pedazos, por un instante fugaz, apareció reflejado un rostro que no pertenecía a ninguno de los dos. Una mujer de mirada profunda, idéntica a Álex. Una voz etérea susurró entre las sombras: