El amanecer llegó cubierto de niebla. La luz apenas atravesaba los ventanales de la mansión Archer, proyectando sombras alargadas sobre los muros de mármol. Orfeo no había dormido. Seguía sentado frente al espejo roto, observando los fragmentos inmóviles, como si esperara que volvieran a moverse, a hablar, a mostrar aquel rostro imposible. La voz seguía resonando en su mente.
No creas en lo que ves… pero tampoco huyas de lo que eres.
Había algo en esas palabras que lo perseguía incluso despierto. Y el miedo que sentía no era sobrenatural. Era más profundo. Era el miedo a la verdad.
El reflejo imposible
Álex entró a la habitación envuelto en una manta, los pies descalzos sobre el suelo frío.
—¿Otra vez despierto? —preguntó con voz suave.
Orfeo levantó la mirada. Su rostro estaba pálido, los ojos hundidos.
—Álex… anoche… —su voz se quebró— En el espejo vi a una mujer. No fue un sueño. Era real.
—Lo sé —respondió Álex con un hilo de voz— Yo también la sentí.
Sus dedos temblaron al rozar el borde del espejo. Por un instante, un reflejo dorado cruzó los fragmentos, como si el cristal reconociera su toque. Orfeo lo tomó de las manos.
—Si esto tiene que ver con tu madre… si Damián está jugando con algo más que mentiras, debemos ser cuidadosos.
Álex lo miró, y en sus ojos se reflejaba una mezcla de amor, temor y determinación.
—Si es ella, quiero saber la verdad. Pero si es otra trampa de Damián… juro que no lo dejaré destruirnos.
El eco de los rumores
Afuera, el escándalo seguía creciendo. Los diarios publicaban nuevas notas con titulares aún más venenosos:
¿Herederos o bastardos? El linaje Archer bajo sospecha. El joven protegido de Orfeo podría ser sangre prohibida. Lucía: la mujer que unió dos destinos y los condenó.
La aristocracia, sedienta de morbo, celebraba cada revelación como un espectáculo.bEn los salones más refinados, las damas comentaban los últimos rumores entre copas de champán y sonrisas falsas.
—Si ese chico es realmente hijo de la misma mujer que trabajó para los Archer… ¡imagina el escándalo!
—Dicen que Orfeo sabía todo desde el principio.
—Entonces no es amor… es culpa.
Orfeo no podía soportar leer nada más. Cada palabra publicada era un clavo en su pecho. Y Damián lo sabía.
El regreso del verdugo
Esa tarde, una carta sellada con el emblema Leclair llegó a la mansión.
El mayordomo dudó en entregarla.
Orfeo, con la voz agotada, solo dijo:
—Déjala. Ya no temo leerlo.
El mensaje era corto, pero su veneno era suficiente para desgarrar cualquier calma:
Te dije que el espejo hablaría. No es magia, Orfeo. Es memoria. Y cuando toda la ciudad recuerde quién fue Lucía, tú mismo dudarás de a quién has amado.
D.
Orfeo apretó el papel con tanta fuerza que se le marcaron las uñas en la piel. Lo arrojó al fuego, viéndolo arder. Pero el fuego no logró disipar las dudas que germinaban en su mente. Álex lo observaba desde el pasillo, sintiendo un peso en el pecho. Sabía que Damián había logrado lo que buscaba: sembrar la duda entre ellos.
Voces entre la oscuridad
Esa noche, mientras Álex preparaba el cacao en la cocina, escuchó un susurro detrás de él.
—¿Por qué no lo ves, mi amor? —dijo una voz femenina, dulce y melancólica— Él nunca debió conocerte.
Álex dejó caer la taza. El sonido del cristal rompiéndose retumbó como un trueno. Miró a su alrededor, temblando. Nadie. Solo el viento, moviendo las cortinas.
—¿Quién eres? —murmuró, la voz quebrada.
El reflejo en la ventana cambió. Por un instante, una figura femenina de cabello recogido y rostro sereno se dibujó tras el vidrio. Sus labios se movieron sin sonido.
Álex retrocedió, el corazón golpeando en su pecho. Cuando Orfeo entró, lo encontró pálido, con la mirada perdida.
—¿Qué pasó?
—La escuché —susurró Álex— Me habló… me llamó mi amor.
Orfeo lo sostuvo entre sus brazos, pero su mente se llenó de un terror nuevo. Porque la forma en que Álex había dicho esas palabras era como si el vínculo entre esa voz y él fuera real, profundo íntimo.
Damián mueve las piezas
Lejos de allí, Damián observaba en su despacho una serie de fotografías y documentos esparcidos sobre la mesa. Una sonrisa se dibujaba lentamente en su rostro.
—Perfecto —susurró—. Las voces comienzan a hacer efecto.
Un hombre de aspecto sombrío, su asistente personal, asintió.
—La mezcla funcionará, señor. Los cristales estaban impregnados con el perfume original. La sugestión será cada vez más fuerte.
Damián levantó la mirada.
—Pronto no sabrán si lo que ven es real o no. Y cuando duden de sí mismos… serán míos.
El quiebre
Esa madrugada, Orfeo se despertó al sentir que Álex se movía a su lado. Lo vio de pie frente al espejo roto, descalzo, con la mirada fija en los fragmentos. La luna iluminaba su rostro, dándole un aire etéreo y perturbador.
—Álex —dijo con voz ronca— ¿qué haces?
El chico giró lentamente. Sus ojos dorados parecían diferentes. Más oscuros.
—Ella me habla, Orfeo. Me dice que tú no puedes protegerme, que hay cosas que no sabes.
Orfeo se levantó de golpe, el corazón latiendo con fuerza.
—¡No la escuches! —gritó, corriendo hacia él— ¡Eso no es tu madre, Álex! ¡Es Damián!
Pero en ese momento, el espejo emitió un sonido agudo, como si algo dentro del cristal se quebrara otra vez. Ambos se quedaron paralizados. El reflejo ya no mostraba la habitación, sino una escena diferente: una mujer abrazando a un bebé, envuelta en una luz tenue.
—Lucía… —susurró Orfeo, con lágrimas en los ojos.
Álex dio un paso atrás, aturdido.